Cotización del ser humano

Transcribo de 'La Jornada en Internet' el párrafo final de una noticia, para muchos quizás intrascentente (al final la copio entera). Dice así: Este proyecto ferroviario tendrá grandes beneficios entre los que destacan: la disminución de 56 mil toneladas al año de emisiones de gases contaminantes y el ahorro anual de 73.3 millones de horas hombre, equivalente a 952 millones de pesos.

Una muy fácil división hace ver que una hora hombre equivale a 12.987722 pesos, que simplifico en 12.99, y finalmente en 13 pesos; lo que da la base para calcular el valor mismo de un hombre: bastará saber a cuántas horas hombre equivale cada hombre, para poder saber a cuantos pesos equivale.
Se puede suponer que un hombre trabaja 8 horas diarias y 6 días a la semana; es decir: 48 horas por semana.

Concediéndole no trabajar unas dos semanas por año, sea por vacaciones o por gripas, puede decirse que trabaja unas 50, que, a 48 horas cada una, le dan 2400 horas cada año.
Podemos imaginarlo trabajar de los 18 años hasta los 68: 50 años; que, a 2 400 horas por año, dan 120 mil horas trabajadas.

Multiplicadas por los 13 pesos, dan 1 560 000 pesos. Al parecer, es lo más que un hombre 'cotiza'... suponiendo que quiere matarse trabajando, y que halla empleo.

http://www.jornada.unam.mx/ultimas/new

Tren Suburbano Chalco-Neza iniciará operaciones en 2011:
SCT La obra requerirá una inversión de 14 mil millones de pesos. El trayecto contará 10 estaciones.

Notimex
Publicado: 07/10/2009 21:59

 México, DF. La Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) dio a conocer este miércoles que la sistema 3 del Tren Suburbano iniciará operaciones en 2011, el cual tendrá una inversión pública y privada de 14 mil millones de pesos.

En un comunicado, la SCT expuso que su titular, Juan Molinar Horcasitas y el gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, manifestaron su apoyo para la construcción del proyecto que cubriría el trayecto Chalco-La Paz-Chimalhuacán y Nezahualcóyotl, lo que sumará un total de 10 estaciones.

"En este momento, el sistema está en proceso de licitación y en diciembre los participantes interesados presentarán sus propuestas. Se trata de consorcios de amplia experiencia y reconocidos internacionalmente en el rubro de transporte ferroviario", detalló la SCT.

Este proyecto ferroviario tendrá grandes beneficios entre los que destacan: la disminución de 56 mil toneladas al año de emisiones de gases contaminantes y el ahorro anual de 73.3 millones de horas hombre, equivalente a 952 millones de pesos.

FxsI

"Sé en quién tengo puesta mi confianza"

El síndrome de Emaús

(devaneo inspirado en algunos libros antiguos)
[fpg y rgt / diciembre de 199512]

Celia es una vieja amiga. Desde que nos conocimos, nunca he dudado de su amistad, y por lo mismo, tampoco de su deseo de procurarme el mayor bien posible, a veces aunque ni siquiera esté a su alcance. Desde entonces he sentido la seguridad de que cuento con ella y creo que ella siente eso mismo hacia mí. Nos tenemos una gran confianza mutua y, en suma, es para mí lo que se llama, en el sentido fuerte de la expresión, una amiga incondicional.

Hace unas semanas, recibí una llamada de Celia, desde Guadalajara, donde ella vive. Me invitaba a un lugar apartado, en el estado de Hidalgo, por mal nombre conocido como Arroyo Seco, a ver a un sujeto al que, según le contaron, le llaman el "Chamán de Chamanes" y que, según los díceres, les devuelve la salud a los enfermos del cuerpo y del alma.

 Me llamó la atención que me hiciera tal invitación, dado mi escepticismo visceral respecto a tales extravagancias, y la forma en que me invitó, pues hablaba como quien de veras creyera en las facultades de aquel supuesto curandero. Obviamente no creí que ese tipo me pudiera ayudar a curarme de mi mal.
Mi mal es una pérdida creciente de motivación en el trabajo. Alguno podría replicar que ésa no es una enfermedad, pero para mí lo es, y como estoy convencido de que lo es, pues por lo menos si ésa no lo es, la hipocondría sí que lo es, pues según los que dicen que saben de la materia, está bien tipificada como una enfermedad psicológica.

De modo que mi respuesta a Celia fue sencillamente que no creía en tal hombre. Se lo dije así, directamente y sin preámbulos, tomándome la libertad del caso para responderle a una amiga tan cercana. Sabía que la podía contrariar, pero acepté correr ese pequeño riesgo.
Ella, sin embargo, en vez de molestarse volvió a insistirme en ir a ver al tal Chamán, pues según lo que cuentan de él, estaba segura de que me podía ayudar.

 Por pura y simple amistad tomé su insistencia como un gesto bien intencionado de su parte. Dada mi habitual torpeza para expresar el cariño, en comparación con su extroversión innata, además que con ella tengo pocas oportunidades para hacerlo, siento una especie de deuda con ella en este aspecto, así que me quedé pensando un instante, antes de responderle. Ella, dotada de ese agudo instinto femenino para aprovechar este tipo de coyunturas, remató en ese mismo momento con que al fin y al cabo no sería cosa más que de ir y volver el mismo día, que ella se encargaría de preparar la comida, que tomara el viaje como un paseo para convivir, y no recuerdo qué otro de esos ardides que lo acaban siempre desarmando a uno y haciéndolo traicionar su postura inicial, que ingenuamente creía más firme que un roble.

Nos encontramos al día siguiente, muy de mañana. Ella llegaba de su tierra, para encontrarnos en la Central del Norte y de allí tomar el camión hacia el lugar del paseo. La terminal se encontraba poblada a su nivel normal, es decir repleta. Conseguimos los boletos que ella indagó donde se vendían, pues yo no pensaba mover un solo dedo para ir a exhibir mis miserias ante quien imaginaba no era más que un charlatán, o a lo más uno de esos parasicólogos o médiums, a quienes ubico en un mismo conjunto de timadores de incautos.

En eso me entretenía pensando, cuando me vi ya sentado junto a Celia, en un camión tan denso de gente como la terminal. Ella me hizo caer en la cuenta de que había sido una suerte –para ella, pensé– haber podido conseguir lugar para los dos, y recuerdo que sentí cierto escrúpulo de dejar de pie a alguna anciana o mamá embarazada o con niño en brazos, como suele suceder en estos casos, y más en los camiones que llaman "guajoloteros", destinados irremediablemente a los pobres, en parte porque ya están acostumbrados a sufrir también durante sus viajes.

Después de esperar lo suficiente para no perder la costumbre de salir tarde, arrancó pesadamente el camión. Mientras yo me iba haciendo el ánimo de no amargarme el día, repitiéndome que no había sido tanto como una pendejada haber cedido tan descaradamente al deseo de mi amiga, porque el viaje al menos me daba la oportunidad de platicar largo con ella, cosa que –me repetía para convencerme– debía valorar, puesto que tenía años sin verla y por el hecho de vivir tan apartados.

Fue así que me entregué a la plática, y ella, que tampoco le halla a eso del cotorreo de largo metraje, pues ya sabrás. Tan absortos íbamos que ni nos acordamos de las muchas incomodidades del viaje y desde el principio nos adentramos en cuestiones muy personales de cada uno. Creo que las multitudes deefeñas invitan a tocar nuestras intimidades, porque siendo ambientes tan públicamente anónimos, curiosamente invitan a la privacidad, sin necesidad siquiera de bajar la voz, pues uno se suele decir, con algo de ingenuidad: ¿qué importa que oigan quienes en la vida volveremos a ver?

Como te decía por teléfono –exclamó ella, sacándome de mis cavilaciones–, esta onda vale la pena. No sé que otras razones me dio en ese sentido, pero que es mejor agrupar aquí en un etcétera, porque además no las podría repetir, puesto que traté en vano de escuchárselas, esforzándome inútilmente por vencer mi resistencia al tema por el puro cariño que le tengo. La única que se me quedó fue aquélla de: "oye nomás a los que van junto a nosotros", me dijo por lo bajo, "casi todos van también a ver al Chamán, ya corrió la noticia Dios sabe hasta dónde y me imagino que aquello va a estar a reventar".

Recuerdo que dijo eso, porque de inmediato sentí un fuerte impulso a gritar: ¡¿sabes qué? yo me regreso en este mismo instante, me cai!, pero sólo mascullé: para turbamultas me bastan y me sobran las del D.F. Me contuve de decir más para evitar hacer sentir mal a Celia. Me descubrí de nuevo haciendo depender mi conducta de ella. ¡Carajo!, me dije: a ver si ese pseudochamán me quita al menos esta enfermedad de estar siempre tratando de evitarle a los demás posibles molestias por mis reacciones, que en realidad han de ser más producto de mi imaginación que otra cosa.

Lo que recuerdo mejor es que la plática fluyó en un tono muy agradable a lo largo del viaje. Del contenido sólo retengo algunos retazos. Le pregunté que podría ser lo que más quisiera que le sucediera en su vida. Me respondió que tenerme siempre muy presente. Que cuando nos tuviéramos que despedir me pudiera seguir sintiendo tan cerca como en los momentos en que nos hallábamos codo a codo.

Yo llevaba puesto un viejo suéter café, de botones y cuello en V, con la inicial de mi nombre en la parte superior izquierda del frente, al estilo de las chamarras colegiales, y más abajo, a ambos lados un par de patitos tejidos, como los que suelen adornar las prendas infantiles. Era un regalo de otra amiga, también de Guadalajara, que usaba porque tenía para mí valor sentimental, y porque mucha de la ropa que uso es regalada.

Celia me preguntó: —¿quién te dio ese suéter?— Yo: —una amiga—. Y ella: —¿tú crees que se molestaría si me lo regalaras—? Y yo, –para ahuyentar su posible inhibición– le contesté, mientras me lo quitaba para entregárselo: —dártelo no puedo, porque es un regalo que aprecio, pero te lo puedo prestar por tiempo indefinido—.

Me quedó ese hecho en la memoria porque hubo un detalle muy llamativo que me dejó pensando: se trataba de un suéter muy viejo y maltratado, que aun había perdido su forma original y hasta se notaba desteñido. Tenía además dos tonos distintos de color café, porque había sido tejido con saldos de estambre. Para colmo no le faltaban algunos cabos sueltos, señal de que se había atorado en algún alambre o rama sin darme cuenta, y por último completaba el estado deplorable de la prenda el que no recordaba el último año en que tuvo la suerte de encontrarse con el agua y el jabón.

El desdichado suéter tenía una sola virtud: la de dejar al descubierto la viveza del sentimiento de Celia hacia mí. No le podía importar el suéter para cubrirse del frío, porque además ya a esas horas hacía calor, sino que a aquel despreciable objeto no le quedaba otra misión más que ser el símbolo que le permitiría tenerme presente durante mi ausencia.

En el diálogo que tuvimos a lo largo del viaje, lo que más me llamó la atención fue el gran interés que ella ponía en mis palabras, como quien quisiera decirme cuánto me quería desde la forma misma en que atendía a mis labios y a mis gestos.

Tengo muy grabado el sentimiento de halago que me provocó tal atención, por lo cual a mi vez me sentí estimulado a abrirme totalmente con ella y hablarle de lo que fuera, francamente el tema era lo de menos, con tal de conjurar la soledad con nuestra comunicación, de seguir oyendo su voz, que no era otra sino la mismísima voz de la compañía y de acurrucar nuestras almas en el cálido regazo de aquella conversación. El viaje ya podía alargarse todo lo que quisiera, nosotros flotábamos en una dimensión en la que el tiempo simplemente perece detenerse.

Entonces me fue brotando del pecho un solo sentimiento, pero de manera tumultuosa, incontenible: el agradecimiento. Y tengo presente que le dije esto que sentía cada vez que en la plática venía a cuento, y a veces aunque no viniera. Mostrar el agradecimiento ha sido uno de esos actos acertados que a uno le dejan la sensación de que al menos por haberlos realizado, se siente uno capaz de aceptar todo el caudal de errores cometidos por uno mismo a lo largo de la vida, incluyendo los que aun le faltan por cometer.

La tirada obvia de expresarle mi agradecimiento era sencillamente que no le quedara la menor duda de ese mi sentir hacia ella. Tal expresión cobraba de pronto una extraña importancia. Fue cuando empecé a entender que lo cotidiano de la convivencia puede llegar a ser muy importante, que detalles como ese van llenando nuestra vida de sentido, más aún, que nuestra vida se va haciendo casi únicamente de detalles.

Y es que tenía mucho que agradecerle, vaya, el solo hecho de hacerme sentir tan seguro de su amistad, o el más pragmático de haberme hecho tan corto el viaje.

Realmente no me di cuenta cuándo fueron pasando cada una de las tres horas desde que salimos, otras veces tan enfadosamente interminables. Ya estábamos llegando a nuestro destino cuando vi el reloj.

Llegamos al lugar, que no alcanzaba el nombre de pueblo, pues más parecía un caserío rural. Sin embargo, había mucho movimiento de gente, misma que en su mayoría era parte de la romería que se disponía a caminar hasta Arroyo Seco, a buscar al tal Chamán.

Al avanzar unas cuadras, vimos cómo se agregaba más y más gente a la ya nutrida peregrinación, desde distintos rumbos, como afluentes que engruesaban aquel río humano, cuyo caudal crecía amenazando desbordar los límites del camino de terracería.

Nosotros íbamos hacia la parte de atrás, avanzábamos en parte por nuestro propio pie, y en parte llevados por aquel tumulto, levantando nubes de polvo al caminar y en momentos estorbándonos sin querer unos a otros.

Era notorio que la gran mayoría era muy pobre. Bastaba ver su ropa raída, sus huaraches y su piel curtida. A la media hora de caminar bajo aquel sol abrasador, ya olíamos todos a ganado. Ibamos personas de todas las edades y portes, unos visiblemente enfermos, otros aparentemente sanos, pero sin duda como yo, con algún mal interno, de esos que van carcomiendo la felicidad y la paz interior, quién sabe si más rápidamente que las mismas dolencias físicas.

Me acuerdo que durante ese trayecto de pronto volteé a ver a Celia, y la noté apenada. Sabía que lo estaba porque es notorio cómo en esa situación rebusca las palabras para tratar de evitarle al otro un sobresalto y rehúye un poco la mirada para no ser descubierta. A pregunta expresa admitió su pena, la cual obedecía a que yo pudiera sentirme mal por creerme objeto de su lástima por cierta minusvalidez, semejante a la de los lisiados o enfermos mentales con los que nos mezclábamos en ese penoso peregrinar hacia la tierra prometida.

Confieso que en vez de causarme malestar, me enterneció mucho observar su cara sonrojada. Hasta dónde llegaría su cariño, que le preocupaba la sola idea de poderme causar una molestia en su afán de ayudarme.

Por toda reacción sólo atine a besarla en la mejilla. Fue la mejor manera de decirle cuánto bien me hacía esa enorme caricia en que se convertía para mí toda su persona.

Ya para llegar a nuestro destino, sentimos que la caravana se frenaba intempestivamente. Al levantar la vista, nos quedamos fríos, a pesar de aquel calor de mediodía. Frente a nosotros, colgada de las ramas de dos robustos pirules, ondeaba una gran manta blanca escrita con letras negras, pintadas con notorio descuido e improvisación. El letrero nos informaba que el Chamán de Chamanes había sido detenido, y se disculpaba por frustrar nuestro viaje.

Los pobladores del lugar nos precisaron luego que la policía rural se había llevado preso al Chamán, acusado por el médico local, quien por lo visto era uno de esos señores de horca y cuchillo. Los cargos eran de charlatán y engañador, evasor de impuestos y azuzador de motines o algo así.

Mi reacción espontánea fue desahogarme con un sonoro: "¡Me carga la madre!", tanto apretujarnos y tragar pinole polvoso para nada...¿para nada?... pero ¿qué no era mi tirada inicial el cotorreo con Celia y lo demás era por seguirle el rollo nada más?... ¡ándale! ¿qué a poco ya me la estaba tragando yo también?... No, no, no, si yo soy un intelectual, hijo de la ciencia y de la civilización occidental, de la edad de la Razón, vaya, esa que desbarata los mitos y supercherías, que no son sino secuelas de las épocas oscurantistas.

Claro que lo anterior no me ha vuelto tampoco enemigo de los curanderos, porque entiendo que es importante que alguien sostenga la fe de la gente menuda, aunque se trate de una fe muy rudimentaria, dado que ellos no han podido ilustrarla, y hay que ver la imposibilidad de la gente del pueblo para acceder a servicios médicos profesionales.

En lo personal, y desde mi fe digamos madura, me expliqué mi presencia en ese lugar como la del antropólogo que acude a observar aquél fenómeno interesante, aunque siendo sincero, ahora que recuerdo aquella aventura, tengo que reconocer que no me había tenido otro motivo que el de complacer a Celia.

Lo que sí sentía entonces era mucha compasión por la gente aquella, que encima de sus males se había quedado vestida y alborotada, como las novias de rancho. Y se veía tan jodida, con lo que le había costado haber llegado hasta allá, y no se diga a los enfermos que tuvieron que atreverse a dejar la cama para lidiar con una silla de ruedas o unas muletas, auxiliados por un lazarillo o un cireneo acomedido, que lograron convencer para que los trajera, en algunos casos casi a cuestas.

Celia y yo nos quedamos mirando un momento a los ojos, con las cejas levantadas como diciendo ¡¿y 'ora?! Algo me hizo a mí apresurarme a decirle que por mí no importaba la cosa, que de cualquier manera mi intención no había sido otra que la que ella misma me había propuesto: pasear por ahí, comer en alguna fondilla cercana y luego regresar. Le insistí en que no había ningún problema, pues total, que más se había perdido en el sismo de 1985, etc. Le decía todo eso con la idea de evitar que fuera a sentirse frustrada porque sin duda en el fondo aún guardaba la ilusión de que el Chamán hiciera algo por mí, y por lo tanto le brotaría la sensación de haberme traído de balde.

Cabe detenerme de nuevo aquí en el gusto notable que nos daba a los dos, no sabría decir a quién de los dos le alegraba más, pero lo que era más que evidente era ese relativizar el entorno por buscar estar, gozar, y vivir intensamente el momento juntos, todo lo demás valía en la medida en que sirviera para estar más conviviendo más cercanos, más acompañados, más comprendidos y queridos.

No sé si logré mi propósito de ahorrarle el malestar de no haber hallado al Chamán, que ya le empezaba a notar en el rostro, o si fue ese júbilo a flor de piel que nos producía andar juntos, el caso es que ella me siguió la onda, así que fuimos a buscar un lugarcito apartado, para evitar el barullo del gentío, que para ese momento ya empezaba a dispersarse, tratando de hallar un espacio para continuar la charla.

No lejos de donde estábamos encontramos un sitio atractivo en el llano, con algo de pasto silvestre, protegido del ardiente sol por la sombra de un árbol, que proyectaba suficiente sombra como para ponernos mínimamente a salvo de los rayos de aquel solazo, que amenazaba calcinar a las mismas lagartijas que lo desafiaran.

Abandonados a la plática, nos cayó encima la tarde y comenzó a soplar algo de viento fresco. Celia por fin reaccionó y me advirtió que tal vez podría ser bueno empezar a pensar en el regreso. Hasta ese momento caí en la cuenta de que debimos haberlo previsto, pues a esa hora ya no había ni gente, ni camiones ni tampoco salidas para México, pues no había más que una corrida diaria, la cual tenía buen rato de haber salido, y la próxima saldría hasta el día siguiente.

Era tan inútil enojarse de nuestra negligencia –por usar una palabra muy poco expresiva para el denotar idiotez extrema–, que ya ni siquiera nos contrariamos. Hubo que pensar con más sensatez esta vez –o mejor dicho, hubo que pensar esta vez–, para no sucumbir por la inviabilidad biológica a la que puede arrojarnos el romanticismo, así que localizamos el único jacal que rentaban para hospedarse en el lugar y nos dispusimos a volver hasta el día siguiente. Aquella ranchería estaba tan marginada de servicios que no tenía ni caseta telefónica, por lo cual ni valía la pena preocuparse por avisar a nuestras respectivas casas de nuestro retraso. Ya llegaríamos cuando llegáramos.

Al día siguiente nos levantamos tarde, aprovechando las condiciones del incidente para tomarnos unas minivacaciones improvisadas. Nos volvimos a entregar a la plática tan instintivamente, que cualquiera diría que la comunicación para nosotros no era un medio sino un fin, o mejor, El Fin último de toda nuestra existencia.

Es curioso, –me digo al recordar cómo se dio aquella convivencia– que no sólo durante la plática nos comunicábamos, sino también , y acaso intercambiábamos lo más íntimo y propio de cada uno en los ratos que pasábamos sin decirnos nada. Simplemente en el hecho de estar juntos, y eventualmente cruzar una mirada sencilla y profunda. Y es que vivíamos silencios cargados de significado. Lo escribo con la certeza maciza de que una y otro estábamos presentes en el silencio generado entre los dos. Y aun nos llegaba a invadir una especie de temor sagrado de que si habláramos, podíamos romper el encanto y esfumar ese nivel tan hondo de intimidad, al que sólo mediante ese silencio atento y compartido lográbamos acceder.

No era algo que acordáramos hacer expresamente, sino que surgía de repente, gracias a la empatía creciente que cultivábamos, semejante a un acuerdo espontáneo e implícito, de esos que se dan como un regalo inesperado, como un fruto maduro del arte del encuentro, que ha nacido y crecido a través de un largo camino por los inimaginables vericuetos de la amistad.

Tengo presente que ella hablaba más que yo, ya de camino hacia el camión de regreso, al tiempo que mirábamos a nuestro alrededor, más para aderezar nuestra plática, que por interés en el panorama más bien sombrío que ofrecía aquel olvidado lugar.

Eso mismo comentábamos cuando nos volvimos a hallar muy cerca del arroyo del Chamán. Al darme cuenta hice ademán de tomar otro rumbo, pero ella señaló con el dedo hacia la manta, la cual ya había sido cambiada. Esta vez decía: Fue liberado el Gran Chamán. Estará con nosotros a la puesta del sol.

Quedarse a esperarlo nos suponía alargar otro día el viaje y lo peor era que no había modo de avisar a los nuestros, quienes con suerte ya estarían preocupados de que no hubiéramos aparecido. Sin embargo, ya se nos había metido el demonio de la expectación, el cual suele ser uno muy difícil de exorcizar del cuerpo, así que ni tratamos de oponerle resistencia. Y es que todo lo que nos había supuesto el viaje era como subir a una alta montaña y quedarse a unos pasos de la cima.

Ahora yo era el más entusiasmado con la idea de quedarnos ¡cómo carajos no!, ¿qué tal si fuera cierto que de pura chiripada el médico lírico ese me fuera curando? Además la gran mayoría de la gente ya se había ido, lo cual significaba tener al curandero casi para nosotros solos ¿a quién se le iría a ocurrir andarse yendo en ese momento? ¿quién iría a andar poniendo objeciones de fundamentos científicos a esas alturas?... ¡hágame el favrón cabor!

La sana irresponsabilidad que se hace pasar por amistad, nos volvió a impedir dividir nuestras opiniones, así que nos quedamos y hasta celebramos que hasta nos sintiéramos los más fanáticos de todos, por habernos quedado a esperar al aprendiz de brujo, en un rancho tan olvidado de la mano de Dios.

Llegó la puesta del sol, por cierto muy bella, de un rojizo capricho que se acentuaba en la base de las pocas nubes distribuidas caprichosamente sobre el horizonte, como colocadas para inspirar a poetas y pintores.

El Chamán no aparecía. En ese rato yo me afanaba en hacerme una explicación creíble sobre su tardanza, para ahuyentar la idea de que nos fuera a dejar plantados de nuevo, diciéndome en silencio que seguramente estos señores no se rigen por los horarios de nuestras instituciones, que relativizan nuestras precisiones, sobre todo que la cultura campesina, basada en los movimientos solares no puede aspirar a las costumbres de la cultura urbana... justificaba el hecho porque en el fondo me atraía, me sigue atrayendo más –y hasta debo admitir que añoro– este modo de vivir, pues siento que su ritmo es más humanizante, más connatural a la dinámica de una convivencia cálida, capaz de atender a lo que cada uno tiene que expresar, más propicio para encontrar momentos de interiorización personal, además de ahorrar muchos males nerviosos y psicosomáticos que vienen del frenetismo propio de las grandes ciudades.

No es de extrañar entonces que en este tipo de servicios curativos uno se sienta más tomado en cuenta, y que la imprecisión se refleje también a la hora de cobrar sus honorarios, incomparablemente más económicos que los de nuestros curanderos con títulos del extranjero.

Continuó la espera, que supimos endulzar con otra amena plática. No sabría decir cuánto tiempo pasó, porque mi absorbente compañía me amenazaba con sustraerme por completo del tiempo y del espacio, agravando el efecto de mi propia naturaleza distraída.

Por fin llegó el esperado Chamán, a quien tengo que reconocer que para entonces ya lo esperaba, quiero decir que ya esperaba algo de él, mucho más que presenciar su protagonismo de un simple fenómeno antropológico. Era una especie de intuición de que algo iba a pasar, aunque sin poder sospechar todavía qué.

Se trataba de un tipo común, de mediana estatura, moreno, que en nada se distinguía de cualquiera de los habitantes del lugar, como no fuera por la atención y la expectativa que todos teníamos puesta en él. A los cristianos, aquel hombre podría asemejarse a Jesús, pero mucho más al Jesús de la película de Jesucristo Superestrella o al de Pasolini que al de Zefirelli.

El Arroyo Seco consistía en un paraje árido, de vegetación desértica y escasa, disimulada con el suelo por una fina capa de polvo que la cubría. Por el arroyo corría agua termal, que nacía de un venero muy cerca de donde estábamos. Lo deduje porque no había árboles grandes a nuestro alrededor, que señalaran la trayectoria de la corriente, ni tuberías que trajeran el agua de otro lugar.

El conjunto del escenario era más bien austero y feo. Lo único llamativo era una rudimentaria y vieja pila de concreto, ya muy deteriorada por el uso y por las huellas del tiempo. Medía unos diez metros de largo por tres de ancho, y su profundidad era suficiente para cubrir de agua hasta el pecho a una persona adulta de altura promedio.

A pesar de no alcanzar el tamaño de una alberca mediana, resultaba suficiente para los diez o doce convocados por la fama del Chamán. Desde antes de que éste llegara, habíamos empezado a platicar unos con otros, pues la cercanía que da el haber venido esforzándonos por llegar al mismo lugar y en pos de un mismo sujeto, más el compartir una seria necesidad y una esperanza de curación, nos permitió identificarnos rápidamente y nos invitó a romper el hielo.

Padecer una enfermedad lo puede a uno aislar de los demás y volver huraño, pero puede también acercarlo a quienes viven en condiciones similares, y hacerlo mucho más comprensivo de sus males. El caso es que a los que estábamos ahí la situación nos facilitó la socialización, ya fuera para indagar sobre remedios para diversos males, o simplemente para desahogar nuestras penas y exteriorizar nuestro anhelo de recuperar nuestra salud.

Ya habiéndose creado el clima de confianza y de haber dejado a un lado la preocupación inculcada por cuidar la propia imagen, nos preguntábamos mutuamente por los motivos concretos de nuestra venida. Las respuestas variaban según el caso, pero coincidían en el ansia de ser curados, y tengo que confesar que en mi situación particular, si no esperaba ciegamente ser curado, como la mayoría de los que ahí se daban cita, al menos sí deseaba vivamente alimentar esa esperanza, para tener fuerzas de seguir en pos de la soñada curación, una esperanza que me renovara las fuerzas para no quedarme a la orilla del camino, abandonado de mí mismo para quedar a merced de los buitres de la claudicación, de la amargura existencial y la aversión por la propia vida. Deseaba alimentar mi gastada esperanza para que no se fuera a degenerar en la temida espera del derrumbe interior y de la muerte, ya fuera física o anímica, que ya lo mismo da, llegado ese punto.

—¿Y usted a qué vino?— me abordó una anciana en un tono tan indefenso que no pude sino creer que lo hacía de buena fe, así que no me atreví a darle una evasiva. Pero sí me alcanzó a sorprender su pregunta, porque al momento me pareció que no me iba a poder explicar, ni ella entendería lo que me pasaba, de modo que le dije que mi mal era del corazón, que sufría una extraña dolencia que ni los médicos ni los psiquiatras podrían detectarme, pues aunque antes he dicho que era hipocondría, pensándolo mejor debo retractarme, o mejor señalar que la tal hipocondría es el nombre de los males que no tienen más síntomas que la sensación de encontrase enfermos, pero eso lo sabe cualquier enfermo antes de que alguien se lo diga, así que decir hipocondría no es sino decir que se trata de una enfermedad no identificada.

Si tuviera que calificar mi enfermedad, en todo caso sería la depresión, ese llamado mal de nuestro tiempo, muy propiciado por los aspectos desoladores de nuestra realidad social.

Mis síntomas son –continué mi confesión– los de una grave enfermedad: distracción continua por no hallar nada interesante o estimulante, pérdida de la alegría por las cosas sencillas de la vida, insatisfacción de mí mismo, de modo que ya nada acaba por importarme ni ilusionarme. Ya no busco sino quedarme solo para autocompadecerme de padecer tan virulento mal y aun para evitar la molestia de provocar en otros el vano intento de ser consolado, pues tenía la certeza de que ya todo era inútil.

En mi explicación no aludí a la desmotivación en el trabajo, el cual tiene una clara orientación hacia la lucha por la justicia social, para evitar complicaciones innecesarias. Cuestión de pedagogía –pensé–, aunque cuántas veces los pobres nos dan cátedra de esas realidades, por aquello de que ellos aprenden en carne propia lo que el resto aprendemos por medios muy indirectos y abstractos.

De cualquier manera, me sentí satisfecho de la explicación que le di a la abuelita, concretamente lo de localizar mi mal en el corazón, pues tengo la certeza libre de que nuestras enfermedades psíquicas tienen un origen mucho más afectivo que de cualquier otra índole, aunque muchas veces aparezcan envueltas en ropajes fisiológicos o de otra índole, lo cual ha hecho florecer jugosos negocios dentro de la medicina, la psicología y la psiquiatría.

Me perdía en tan distraídas cavilaciones, cuando Celia me tiró del brazo para regresarme a la realidad real, e indicarme que el Chamán me estaba llamando. No se dirigía a mí porque quisiera encontrarse conmigo especialmente, sino simplemente porque estaba llamando a uno por uno de los presentes y a mí me tocaba el turno.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no se trataba de un tipo común, es decir como nosotros, aunque en nada nos distinguiéramos externamente. Sería el brillo de sus ojos vivos y grandes, o la energía que sin duda emanaba de su cuerpo, el caso es que había algo en él que atrajo poderosamente mi atención. Me contrastaba el hecho de que siendo ese magnetismo tan real y siendo tan fuerte ese algo que me atraía hacia él, proviniera de alguien tan diametralmente opuesto a un personaje de fama o de poder. Más aún, actuaba como si no se diera cuenta de poseer eso inexplicable.

De momento, esa naturalidad con la que se conducía me hizo pensar que tal vez ese hecho no era sino mi propia imaginación, o alguna sugestión causada por la expectativa colectiva en torno a él.

Un poco repuesto de la impresión, me dirigí a él tratando de no demostrarle el impacto que me causaba, más que nada pensando en que podía romper aquel encanto que tenía de unir en una misma persona la grandeza y la sencillez, un encanto parecido al de casi todas las niñas que, siendo tan lindas, aun no han cobrado conciencia de lo que son, ni han aprendido a opacar su belleza con la coquetería. Lo que yo quería evitar era simplemente contribuir a que aquel hombre de rasgos tan ordinarios e inauditos a la vez, pudiera empezar a creerse el Chamán de Televisa.

Me acerqué a él, le tendí la mano para saludarnos con el rito ordinario, al tiempo que le dije mi nombre, como acostumbro, a lo cual él sólo contestó con un lacónico "hola" y me invitó con un gesto a entrar en la pila, como lo estaban haciendo los demás antes que yo.

Viendo lo que hacían los demás, acepté de buena gana quedarme en paños menores, para poder meterme al agua.


Dicho sea de paso, nadie parecía tener miradas eróticas o pudor, en buena parte porque nuestros cuerpos no alcanzaban a sugerir tales sentimientos y también porque aquel ambiente era muy familiar, por lo que nos sentíamos hermanados, aunque no nos hermanara sino el más elemental instinto de acuerparnos frente a la indigencia que nos azotaba por igual, y tal vez nuestra común ilusión en que aquel hombre haría algo por nosotros. Todo lo demás era lo de menos.

Al principio sentí el agua muy caliente, tanto que creí que no la iba a poder aguantar. Luego el cuerpo se fue acostumbrando a ella, y sintiéndola muy agradable y acariciante.

Se notaba que el agua era corriente y estaba muy limpia, pues permitía ver claramente nuestros pies en el fondo de la pila. La sensación predominante era de una gran libertad, junto con una deliciosa experiencia de acogida. Era como si hubiera vuelto momentáneamente al seno materno, protegido de la sordidez del mundo circundante por un cálido torrente de líquido amniótico, lo cual me introducía leentaameentee en un clima de paz que nunca creí que algún pobre mortal pudiera llegar a vivir en este Valle de Lágrimas.

Me quedé allí varios minutos, o tal vez fueron segundos, casi sin moverme, dejando estar el cuerpo por completo, cediéndole al empuje del agua la tarea de lidiar con las cuestiones de la gravedad, totalmente suelto, digamos despreocupado aun del esfuerzo de existir, limitando al máximo el gasto de energía, al grado de temer un poco llegar a caer en uno de esos trances de fakir.

Luego el Chamán me volvió al mundo de los humanos, moviendo mi hombro izquierdo con su mano del mismo lado. Se había dado bien cuenta de cuán ido andaba yo en aquel éxtasis líquido en el que me había sumergido en cuerpo y alma, y me lanzaba una sonrisa de aceptación benévola.

A unos metros de donde nos encontrábamos los dos, se hallaba Celia, también dentro del agua. Alcancé a verla un instante antes de entrar en diálogo con el Chamán, observando la escena, muy pendiente de aquel encuentro y de lo que pudiera estar a punto de suceder.

Para ese momento, personalmente ya había ido cultivando una gran fe en ese hombre y en sus poderes sobrenaturales. Me pareció que bastaría con una palabra de su boca para que yo quedara convertido en otro hombre completamente nuevo y pleno.

Me preguntó qué me pasaba. Yo, tratando de decírselo en una sola frase, le respondí las palabras que en ese momento me vinieron a la mente: "He perdido la capacidad de amar, señor, ayúdeme". El solamente añadió, con voz muy grave: "Ese mal no puedo remediarlo, pero tiene remedio, no pierda la fe, siga buscando... disculpe". Y se volteó a seguir atendiendo a los enfermos que lo jalaban por detrás con insistencia.

Caí en el más amargo y horrible de los desamparos. Luego que logré reaccionar, me dominó un coraje inusual en mí. ¡¿Disculpe?!... con un vil "disculpe" hacía saltar en pedazos la esperanza que con tantos trabajos y cuidados había logrado conservar hasta ese desdichado momento.

Salí del agua maldiciendo a aquel merolico, pensando en cómo había sido posible que ese embustero hubiera sido liberado y anduviera haciendo de las suyas impunemente contra esa pobre gente indefensa, en cuánta razón tenía el respetable galeno que lo había acusado... Y con esas y otras muchas razones trataba de digerir aquel desenlace de pesadilla.

Luego de secarme con la toalla que llevaba en el morral, me cambié la ropa interior, me vestí y esperé a que Celia hiciera lo mismo, para emprender el regreso cuanto antes.

Ya andando hacia el sitio de donde saldría el autobús, me desahogué sin traba alguna con ella, recapitulando los movimientos interiores que había tenido desde el principio del viaje, sin preocuparme por repetirle mucho de lo que ya habíamos vivido juntos. Lo único que quería era sacar lo que me revolvía las entrañas y me hacía daño. Le conté cómo mi incredulidad inicial se había ido trocando en aceptación de ver al Chamán, luego en una expectativa que terminó en fe ciega, y finalmente cómo esa fe ciega me llevó a estrellarme tan escandalosamente contra aquellas crueles palabras del Charlamán, con las que me mandaba de regreso como había llegado, o mejor dicho, mucho peor, con una decepción más a cuestas, como para acabar de documentar mi pesimismo, que con lo acontecido ya pasaba a ser catastrofismo.

Por su parte, Celia se limitaba a escuchar, tratando de no perder la serenidad, pero a la vez visiblemente conmovida por mis palabras, que pronunciaba con voz quebrada, al revivirme el dolor de aquella experiencia.

Me tomó del brazo, apenas encima del codo, expresándome su cercanía comprensiva, y así seguimos caminando, sin prisa, como diciendo con los gestos que no había ya ni a dónde ir ni para qué. Era evidente que ya todo perdía sentido para mí, y por su andar solidario a mi lado, en cierto modo también para ella, puesto que a juzgar por la expresión de su cara, lo lamentaba tanto o más que yo.

Luego abordamos pesadamente el camión y emprendimos la vuelta a la gran ciudad.

Por primera vez viajábamos en silencio, el mío con el agrio sabor del fracaso, el suyo de respeto y delicadeza. Llegamos a la terminal del D.F. y nos despedimos, pues ella habría de transbordar para continuar a Guadalajara. Nos abrazamos y yo le agradecí muy sinceramente su compañía. Se me grabó muy hondo que si algún sentido aún le quedaba a mi vida, ella se lo llevaba con nuestra separación.

Parecía que sólo quedaba el difícil reencuentro con los nuestros, con lo cual acabaría aquella aventura. No vale la pena detenerme en lo que pasó al regresar a casa. Basta imaginar los reclamos justificados que todos hemos oído alguna vez, en situaciones como ésta.

Ya de vuelta a la vida ordinaria, yo no podía siquiera imaginar lo que ahora sí estaba a punto de suceder, pues ya estaba seguro que lo que me quedaba por vivir ya no sería yo mismo, sino un cadáver ambulante, que se arrastraría en espera del descanso definitivo y liberador.

A los pocos días de haber vuelto a casa, me levanté con una ansiedad creciente, a la que no le hallaba explicación alguna.

Sin causa que pudiera identificar aún, comencé a recuperar rápidamente la alegría perdida y a reencontrar el gusto por los pequeños detalles de la vida. Sentía como si un volcancito empezara a hacer erupción dentro de mí. Era un deseo creciente de salir a encontrar a mi gente querida, a los compañeros de lucha y de derrota, a los amigos nuevos y viejos, para contagiarles mi gozo inexplicable, convivir con ellos y soñar con ellos qué hacer para que otros muchos despertaran a esta explosión interna de regocijo, para hablar e intentar lo imposible, la fraternidad local, nacional, universal y otros muchos sueños quijotescos.

No podía ocultar ese cambio radical que estaba revolucionándome por dentro, pero tampoco sabía dar razón de él y de su origen. Por supuesto que no le veía relación alguna con el reciente y fallido viaje con Celia a Hidalgo. No atinaba a atar cabo alguno, por más que me esforzaba.

Seguía sumido en la búsqueda de la explicación de aquel fenómeno aún en la oficina, ya de vuelta al trabajo, cuando me sorprendió una llamada de Celia, desde Guadalajara. Hablaba para saludar y para preguntar si me encontraba bien. También se disculpó amablemente por las contrariedades referidas en el viaje. Recuerdo que yo sólo articulé dos frases cortas: que no tenía importancia lo del viaje y que le repetía las gracias por su compañía. Sentí que hable mecánicamente, como sin poder conectar la boca con el cerebro, e inmediatamente después, colgué la bocina, también como un robot.

Me sentía completamente turbado y paralizado de pies a cabeza por la emoción. Apenas acababa de caer en la cuenta: ¡Dios mío, cómo pude ser tan estúpidamente idiota!, ¡Qué ceguera la mía para no ver lo que tuve delante de los ojos por tanto tiempo! ¡Qué torpeza tan extrema! la que me impedía entender que ella había tenido razón: ese viaje me habría de cambiar. Pero no fueron las artes del Chamán, sino aquella tan sencilla pero estrechísima convivencia con ella. Ahí radicaba lo que me había renovado por completo el corazón y las entrañas.

No había podido hallar la causa de mi mutación simplemente porque cada vez más esperaba que el cambio llegara de algún milagro espectacular, mirando en dirección diametralmente opuesta a donde se hallaba la causa eficaz de mi transformación. Perdiéndome cada vez más en mi propio laberinto, no podía siquiera imaginar que para encontrar la salida era preciso caminar en sentido contrario al que caminaba.

El secreto estaba en la iniciativa de Celia de entablar esa intensa comunicación interpersonal, en su limpio deseo y su afán de ayudarme, en su insistencia empapada de cariño, de buscar un remedio para mi mal, en verla cómo redoblaba su ánimo frente a mi desgano y mis resistencias a ir tras el Chamán. Pero lo que había estado más en el fondo de la cura milagrosa, había sido sin duda esa increíble cercanía, esa paciente escucha y atención a mi persona, en suma, su gran esperanza sosteniendo la mía, al borde de la extinción, de seguir adelante, luchando a brazo partido contra la claudicación.

Intuir ese secreto fue lo que despertó en mí tan desmesurado agradecimiento, y me fue liberando de tantas ataduras y heridas internas. Después de haber estado tan decepcionado de mí mismo, había estado tratando de reencontrar la ilusión perdida de mi vida como el ciego que busca en un cuarto obscuro a un gato negro que ni siquiera está allí.

El secreto de lo que viví, a pesar de todo lo que hice inconscientemente para evitar que el milagro sucediera, no era nada nuevo, era algo casi obvio, pero por obvio muy olvidado por mí, y no estaba sino en dejar que lo cotidiano de una sencilla amistad como la de Celia, se radicalizara, hasta desplegar todo el poder transformador de una amistad.

Aquel día debió haber sido como cualquier otro para la inmensa mayoría de la humanidad. Ciertamente, no para mí. 

fpg y rgt / diciembre de 199512

El beso de Papá

       Ya casi lograba yo olvidar la triste noche roja, cuando nos ensañamos contra aquel borrego, junto al fuego, hasta dejarlo destrozado: Quedé todo embarrado de sangre, pero algo se embarró a mi corazón, que ahora sé que nunca se apago por completo.
Así, sin saber con precisión ni el cómo ni el de dónde ni el por qué, avanzaba yo, integrado en una marcha o peregrinación, a través de parajes desiertos, entre arenas, rocas y cactáceas. El río humano se movía a paso acompasado y lento. Era el río de los desharrapados, el río del desperdicio humano: ladrones drogadictos, borrachos, putas y putos, madres solteras, vaquetones de barrio... Un río despreciado y solidario, pecador y creyente, que expresaba su vaguísima esperanza en la monotonía desentonada de su único canto a gritos repetido:

"Desde el Cielo una hermosa mañana
la Guadalupana, la Guadalupana,
la Guadalupana bajó al Tepeyac".


       Este clamor esperanzado, mezclado con aromas de sudor, de alcohol, de orines y de marihuana, penetraba la bóveda azul y luminosa y entraba al corazón tierno de Papá, quien sonreía, con la mirada humedecida.
El interminable río iba vertiendo su infrahumano caudal en algo así como un tiradero de basura, en el que en asquerosa y maloliente promiscuidad hervía un mar de brazos, piernas, cabezas y cuerpos desnudos. De vez en cuando, una motoconformadora enorme removía aquel mar de desperdicios, y lograba opacar la monótona esperanza:

"Desde el Cielo una hermosa mañana
la Guadalupana, la Guadalupana,
la Guadalupana bajó al Tepeyac".


       En una de esas removidas, sentí que un juvenil cuerpo masculino se adosaba al mío, y me abrazaba fuertemente. Como quien siente que se sofoca y que se ahoga, instintivamente traté de soltarme aun arrancando de él a otros, a quienes él también se aferraba. Me apretó más, aun lastimándome, y no me fue posible soltarme; ni soltó él a nadie de los que tenía abrazados.
Calmada la agitación, nuestros rostros quedaron frente a frente. Al tiempo que reconocí su mirada y su sonrisa -hacía poco había estado yo en su casa, en el Rancho de la Flor-, estando aún estrechados nuestros pechos, oí en mi corazón una voz que en el suyo le decía:

"Yo a ti te quiero un chingo, hijito mío,
y me llena de orgullo el ser tu padre".

       Quise decirle algo, no sé ni qué. Pero me fue imposible: ya se me había perdido entre los cerros de basura humana.
Entonces le grité, seguro de que me escuchaba:

"¡Así te quiero más, Jesús!: Anónimo,
y puesto totalmente con nosotros".

       Los ecos de mi grito se confundieron en la monotonía de aquella fe pecadora, que, constante, se seguía escuchando:

"Desde el Cielo una hermosa mañana
la Guadalupana, la Guadalupana,
la Guadalupana bajó al Tepeyac".


       Dos o tres años después, un miércoles por la noche, bajo luna casi llena, volví con mis hermanos a aquel sitio, para enfrentarme con Jesús: para pedirle cuentas, y exigirle una respuesta:

"Jesús, va nos sabemos de lo que hablas:
Lo de la sinagoga de tu pueblo
y lo de más después, en la Montaña:

¡Que hermoso nos platicas de Papá,
y de sus decisiones y sus dádivas..!
¡Pero cómo son falsas tus palabras!".


       Jesús, ante aquel basurero que seguía cantando "La Guadalupana", tuvo que quedarse callado. Se le veía triste, nervioso, preocupado. Como muchas otras noches, se retiró un poco de nosotros.
Ya para dormimos, hice mi oración nocturna:

Yo ya no confío en ti,
Papá. Pero no importa:
tú sí confías en mí.
Dame un beso, y me sobra".


       Papá me dio su beso, y tranquilizó mí corazón. Con ese beso suyo respondió a todas mis preguntas.
Al otro día, jueves, Jesús nos invitó a cenar. Desde allí, en la cena, y a lo largo del día siguiente, viernes, fue respondiendo, una a una, a todas mis preguntas.
Cuando el aliento le fallaba, lo alentó su compañero, con quien yo me había cruzado en aquel río:

"No te olvides de mí cuando la libres..."; y yo sentí que él, aunque se fuera, seguiría siempre conmigo.

       Y a partir del tercer día, y hasta hoy, y para siempre, nos acompaña a mí y a mis hermanos, para que llevemos a todos la verdad del beso de Papá..; beso que Papá nos diera antes, en el tiradero de basura, perdidos en el desperdicio humano, cuando quiso poner a su hijo con nosotros.

FxsI

¿Cómo dicen que era Jesucristo?

       Los Evangelistas, y la Iglesia primitiva en general, creían en Jesús como un ser sobrehumano. Esto los hizo poner de relieve los aspectos sobresalientes y casi despreciar los de la vida ordinaria. Jesús era el Mesías escatológico ‘el esperado para el fin del mundo, el Hijo de Dios, era un profeta o el más grande de todos los profetas. Lo que no se podía pone en duda era su poder en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo.

        Es prácticamente imposible escribir una vida de Jesús, porque los datos que tenemos son más bien testimonios de fe y a sus autores no les interesaba el aspecto estrictamente histórico. Actualmente lo que podemos describir con más certeza es el ambiente en que Jesús desarrolló su actividad y los efectos producidos en su contexto. Igualmente difícil y lleno de riesgos es describir la forma de ser interna o psicológica de Jesús, su forma de pensar, de sentir, de hablar, de actuar. Podernos dibujar una semblanza de Jesús con cuyos trazos fundamentales los Evangelistas estarían de acuerdo y, aunque el original haya sobrepasado el bosquejo, nuestras reflexiones se referirán a la realidad, aunque no pasen de ser una sombra.

        Jesús se manifestaba especialmente vinculado con el amor de Dios hacia los más necesitados, lo que llamamos ahora la misericordia de Dios. Igualmente estaba vinculado con la liberación del pueblo de Israel, con el momento presente como un tiempo de gracia, o sea la última oportunidad ofrecida por Dios a todos, y con la salvación integral del hombre y con el reino de Dios. Lo oyeron decir y lo vieron hacer cosas extraordinarias; discursos y milagros en cantidades industriales; llegó a ser prácticamente imposible averiguar si en algunos casos se trataba de fenómenos físicos extraordinarios, de milagros en el sentido estricto de la palabra, o de sugestiones y cambios interiores, como curaciones de endemoniados y locos, no menos extraordinarias.

       Lo que nadie niega es que Jesús tuvo un éxito impresionante. Llegó a enardecer y a unificar a la gente sencilla de casi todo el pueblo de Israel que como siempre era la mayoría, e incluso a muchos que ni siquiera eran creyentes o israelitas. Jesús era el circo, el cine, la televisión, el espectáculo de su tiempo. Muchos salían a verlo y lo seguían un poco. Sin comprometerse de ninguna manera con su persona, incluso hasta lo llegaron a tener por loco y por un endemoniado; otros creían que curaba por una especie de magia, y más de alguno pensaría que todo no pasaba de ser una mera sugestión.

       Jesús se manifestaba especialmente vinculado con el amor de Dios hacia los más necesitados, lo que llamamos ahora la misericordia de Dios. Igualmente estaba vinculado con la liberación del pueblo de Israel, con el momento presente como un tiempo de gracia, o sea la última oportunidad ofrecida por Dios a todos, y con la salvación integral del hombre y con el reino de Dios. Lo oyeron decir y lo vieron hacer cosas extraordinarias; discursos y milagros en cantidades industriales; llegó a ser prácticamente imposible averiguar si en algunos casos se trataba de fenómenos físicos extraordinarios, de milagros en el sentido estricto de la palabra, o de sugestiones y cambios interiores, como curaciones de endemoniados y locos, no menos extraordinarias.

       Lo que nadie niega es que Jesús tuvo un éxito impresionante. Llegó a enardecer y a unificar a la gente sencilla de casi todo el pueblo de Israel que como siempre era la mayoría, e incluso a muchos que ni siquiera eran creyentes o israelitas. Jesús era el circo, el cine, la televisión, el espectáculo de su tiempo. Muchos salían a verlo y lo seguían un poco. Sin comprometerse de ninguna manera con su persona, incluso hasta lo llegaron a tener por loco y por un endemoniado; otros creían que curaba por una especie de magia, y más de alguno pensaría que todo no pasaba de ser una mera sugestión.

       Al fin su éxito se convirtió en un peligro político y religioso para los hombres constituídos e cualquiera de los dos poderes.

       Es impresionante la forma como Jesús supo ganarse el corazón de sus contemporáneos particularmente de la gente del pueblo. Y aunque nunca hizo distinción de personas se dejaba seguir aun de aquéllos que podían volverse contra él. Habló de los valores de la vida, de los pobres o enfermos, hizo creer a la gente que hasta los ricos se podían salvar, a aquéllos que tienen su fe en el dinero- o en sus posesiones y no en Dios.

       Dada la dificultad de hacer historia trataremos de descubrir o imaginar el impacto personal que Jesús dejaba en sus oyentes. El amor que sigue suscitando en la gente que todavía lo ama aun sin haberlo conocido, es un eco del amor con que lo amaron los que lo conocieron.

       Jesús no tenía visiones. Era el más normal de los hombres, casi diríamos que en su tiempo no pasaba por ser más que el hijo del carpintero. Dios no le hablaba como alguien que estuviera fuera de él, Dios estaba en él, se sentía en él, y Jesús sacaba de su corazón todo lo que decía de Dios.

       No lo veía, pero lo oía en su interior, sin truenos ni zarzas ardiendo, sin tempestades ni sueños. La imaginación en Jesús es un recurso para hablar de la verdad. Para hablar de la verdad de forma que llegue a la gente sencilla, pero nunca ocupa el lugar de la verdad. El conocimiento más perfecto y sublime de Dios que ha existido entre todos los hombres de la humanidad ha sido el de Jesús. Jesús no trató de dar a los discípulos una filosofía, entendida ésta como un conjunto de verdades esotéricas. El mismo no tenía una filosofía armada, como Sócrates o cualquiera de los filósofos griegos. Ni tampoco se presentaba como un sabio. El no hacía a sus discípulos ningún razonamiento metodológico, ni los obligaba a seguir un orden pedagógico. No exigía de ellos ningún esfuerzo de atención, aunque fue tenido como maestro desde el principio, no predicaba sus opiniones, sin quererlo se predicaba a sí mismo.

       Jesús era un hombre muy seguro de sí y de sus propias ideas, tanto, que no se dio tanta importancia. Lo tremendamente original de Jesús, fue su humildad: el no haberse dado mucha importancia a sí mismo.

       Jesús hablaba de Dios con la mayor naturalidad. Dios no era para Jesús un amo fatal que manda lo que se le antoja, que condena cuando le agrada, que salva cuando le parece bien. El Dios de Jesús es ante todo un Padre que siempre quiere lo mejor para sus hijos.

       Los que andaban con Jesús no se sentían una secta, ni una escuela, pero sí se vivía ya entre ellos un espíritu común y profundo que los unía a El. Es indudable que Jesús tenía un carácter sumamente amable; y tal vez una apariencia que aun a los niños les resultaba atrayente y encantadora; fascinaba a niños, a adolescentes y a adultos. Sus pensamientos están ligados por cables invisibles a todos los hombres, y los enciende y los ilumina. Hay algo en el corazón de todos los hombres que los vincula a Jesucristo. Después de la resurrección y por el Espíritu Santo, llegamos a saber que es Jesús mismo el  ++++(¿comienzo?) y término de la acción continua del Padre.

       Nadie se escapaba a su mirada. Su profundo idealismo encontraba una gran resonancia en el corazón de cada uno de sus oyentes. Parecía haber venido a llenar el hueco que todos sentían por dentro. Era bueno mucho más allá de los extremos. Nunca la humanidad, ni en sus mejores exponentes, ha logrado llegar a esas marcas de bondad que él señaló. La fraternidad de los hombres, y la paternidad de Dios, y todas las consecuencias que de ello se seguían, las deducía Jesucristo de la forma más sencilla y con el más exquisito sentimiento.

       Hablaba de forma extraordinariamente fácil. Se adaptaba al auditorio según la capacidad de las gentes que lo oían, al lugar en que les hablaba y al número de personas que lo escuchaban. Sus expresiones eran claras, sencillas y profundas, aunque algunas veces resultaban tan personales y tan expresivas, que casi parecían un misterio o un enigma extraño. Sacaba del tesoro de su corazón cosas nuevas y cosas viejas.

       Algunas de esas máximas las presentaba como resumen de su vida; otras, procedían del Antiguo Testamento; algunas parecían proverbios repetidos con frecuencia. Todas reflejaban grandes horas de oración. Las máximas y los discursos morales que Jesús predicaba venían a poner de relieve el valor de los hombres y la trascendencia de sus acciones y no tenían el contexto de imperativos morales farisaicos. Guardaba la ley y enseñaba que se había de orar, pero con una tal naturalidad que se sentía liberado de ella.

       Enseñó y practicó casi todas las virtudes humanas sin hacer mística de ninguna de ellas. El pensar que el fin de los tiempos estaba por llegar le dio una luz inmensa que le hizo trascender todos los momentos de la historia. Es difícil pensar que todo eso que llamamos virtudes cristianas haya sido realmente predicado por Cristo; pero sí podemos afirmar que Jesús vivió tan profundamente la vida humana que todo lo que hay en ella de valores encontró en Jesús su máxima expresión. Jesús hablaba de tal manera que todo parecía nuevo en él. Y muchas de sus exigencias, nunca nadie antes que él, ni siquiera se había animado a proponerlas. La poesía, la unción y el amor que él mismo ponía en sus preceptos hacía que lo amaran a él más que al mismo precepto tomado como un principio de acción abstracta. El Evangelio no lo compuso un conjunto de doctrinas, sino el recuerdo y el amor a su persona. Repetía frecuentemente que se debía hacer más de lo que los antiguos sabios y profetas habían pedido. Prohibía toda palabra dura, todo juramento, desaprobaba la ley del talión, veía con malos ojos la usura. Enseñaba que había que perdonar indefinidamente. El motivo que justificaba todas esas acciones era siempre el mismo: “para que sean hijos del Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos. Porque si solamente aman a los que los aman, ¿qué mérito tendrán? Los publicanos hacen lo mismo. Si solamente abrazan a sus amigos (hermanos) ¿qué hacen de más? Los paganos hacen lo mismo. Sean perfectos corno el Padre celestial es perfecto”.

       Jesús no ostentaba ningún signo externo de ascetismo, se contentaba con buscar a Dios en lo secreto y en la vida ordinaria. Su profunda relación con Dios, nunca superada por ningún otro hombre, ni por los más grandes místicos, se resumía en una oración que él había compuesto con una serie de frases y peticiones sencillas que tal vez pertenecían ya a los deseos de la gente, casi seguramente pertenecían a su oración de cada día. Insistía en la idea de que el Padre celestial conoce mejor que nosotros lo que necesitamos y enjuaga nuestras lágrimas antes de que nosotros empecemos a llorar. Sólo la importancia de la comunicación con Dios justifica la expresión de nuestras necesidades, casi parece que en la mente de Jesús Dios se sintiera herido al pedirle tal o cual cosa. Para Jesús, Dios es el primer interesado en el bienestar completo del hombre.

       Lo maravilloso no era para él algo extraordinario; era más bien el estado normal. Lo sobrenatural con sus imposibilidades, con su noción más o menos exacta de naturaleza, no aparece sino hasta que la ciencia experimental trata de determinarla. Jesús es ajeno a toda idea que separe lo natural de lo sobrenatural, lo humano de lo divino, quizá sin saberlo, él es la expresión más exacta de la síntesis.

       Para ser discípulo de Jesús no era necesario firmar ningún formulario, ni confesar ninguna profesión de fe, sólo era necesaria una cosa: seguirlo y amarlo con toda el alma.

       La causa primera -y prácticamente única- del éxito de Jesús fue Jesús mismo y el amor. En un pueblo, las grandes cosas las hacen generalmente la gente común y corriente.

       Jesús, en primer lugar y luego el pueblo con sus enormes defectos, es el autor del movimiento más hermoso y desinteresado de que tenernos noticia en la historia. De parte de los discípulos y de la gente tuvo que haber cierta disposición para amar. Sin embargo, como sucede con frecuencia, los más grandes hombres de un país son aquellos a quienes condenan a muerte o a quienes acaban por desconocer.

       Jesús debía también su inmenso impacto en el corazón de los hombres al encanto de su persona y su palabra. Era inmensamente intuitivo. San Juan dice -le daba la impresión- de que prácticamente sabía la historia de todos los hombres. Lo cual es fácilmente inteligible en una persona intuitiva de inmenso sentido psicológico.

       La riqueza humana que tenía Jesús manifestaba su condición divina, Una mirada bastaba para convencer a una persona, o una frase que le recordara su pasado o que se refiriera a algún momento secreto del corazón. No es necesario pensar que Jesús conociera la vida entera de todos los hombres como si tu viera un inmenso archivo de curricula vitae, o de historias clínicas o como si tuviera en su corazón un arsenal de información secreta.

       Jesús vibraba con la naturaleza: una puesta de sol o una mañana, el lago o el desierto lo ponía en profunda contemplación. Su amor a la naturaleza le proporcionaba a cada instante imágenes expresivas y llenas de vida. Su predicación era alegre y optimista, repleta de la sencillez: de los campos tomaba las flores y de ellas tomaba las lecciones más sugestivas. Por su mente, su palabra y su oración pasaban los pajaritos del cielo, el mar, las montañas, el desierto, los juegos de los niños, el partir del pan de un papá para sus hijos. El mismo parecía como una flor en el desierto, o un lirio en el campo. Muy distinto a Juan el Bautista, a quien Jesús mismo comparó a una caña sacudida por el viento, y dijo de él que no era una cosa sin importancia.

       Siempre creyó y enseñó a creer que el fin del mundo estaba por llegar y con la resurrección quedó claro que nada es tan real para el hombre como juzgar de las personas y las cosas a la luz del fin. Jesús compuso algunas parábolas para que los hombres cayeran en la cuenta de que todo momento presente tenía trascendencia eterna, podía tener un gran significado para la realización eterna del hombre. Ningún personaje de la historia ha enseñado tanto al ser humano y a la humanidad como Jesús. El ser plenamente Dios desde el primer momento de su vida vinculó profundamente y para siempre todo momento humano con lo divino. En El la vida humana es la expresión más exacta y precisa de la vida divina. Jesús se manifestó plenamente Dios en su capacidad de vivir tan profundamente la vida humana, de tal manera que en él queda claro que la expresión más completa de Dios es lo humano, y que si hay razón para reconocer a Dios en una puesta de sol, en una flor, en el mar o en el desierto, mucha más razón hay para reconocerlo en el corazón de los hombres y en los sentimientos de entrega, de generosidad y de cariño.

       Jesús fue escandalosamente libre: no sólo en su manera de proceder, también en su forma de pensar. Se sintió absolutamente libre del sábado, y de la ley en general; puso toda la importancia en el corazón y las motivaciones. Los frutos de conversión brotarían del corazón convertido. La observancia de la ley por la ley e incluso la tradición por la tradición le repugnaba. Jesús quería una religiosidad (santidad) más pura, más verdadera, más profunda que lo más íntimo del corazón.

       El aspecto humano de Jesús se desprende con toda naturalidad y evidencia de los Evangelios, por más que en ellos se insista en aquellas cosas que sobrepasen lo puramente humano. Sin hacerlo notar, se cuenta cómo Jesús comía y bebía, y por lo tanto también pasaba hambre y sed, sentía cansancio después de una jornada y lo dominaba el sueño, también tomaba parte en las fiestas de su tiempo.

       Los sentimientos de compasión aparecen de muchas maneras, puede incluso intensificarse hasta hacerlo derramar lágrimas; es también espontáneo y cariñoso. Las manifestaciones de afecto sinceras y viriles le resultan totalmente ordinarias. Para pasar inadvertido es precisamente lo ordinario de un beso lo que Judas escoge para entregarlo en el momento de la pasión. La seriedad de los acontecimientos lo afecta también profundamente. Tan natural es lo humano para él como fue la muerte y la pasión. Se presentó con muestras de angustia y temblor, con sudor y soledad. La tristeza y la angustia hacen que su alma se sienta turbada hasta el punto de morir. Siente incluso el abandono, y la dificultad de comprender los acontecimientos. Esto supone una sensibilidad, no sólo capaz de impresionarse hasta llorar por la muerte de los demás, sino también la capacidad de vivir existencialmente su propia angustia y muerte. Lo profundamente humano de la condición de Jesús no limita su condición divina; es precisamente su condición divina lo que hace que Jesús pueda llegar más allá de todo límite humano. Su condición humana, más que ser el componente de un todo, es la expresión exacta de su condición divina, donde lo divino no se ve limitado por lo humano sino expresado en ello. La naturaleza humana de Jesús es la vida humana de Jesús y al afirmar en él la integridad de la naturaleza humana hay que afirmar la integridad y la plenitud de su vida. La naturaleza divina de Jesús es lo que procede del Padre y es la vida de Jesús con que empieza a vivir en la plenitud de los tiempos la vida humana.

       Jesús aparece como un niño especialmente dotado, sus conocimientos en materia de religión impresionan a los catequistas de su tiempo. El Evangelio habla también de la forma normal como fue desarrollándose, de su crecimiento en todos los aspectos de la sabiduría que se iba haciendo en él un conjunto de principios de acción que lo llevaban a actuar con la mayor naturalidad, y así también con la mayor naturalidad se iba ganando la benevolencia de sus compañeros, de sus vecinos, y el Evangelio dice que también la de Dios. Así como es propio del Padre el tenerlo todo desde el principio, así es propio del hombre, y del Hijo, el irse desarrollando y el ir creciendo. No habría que ver en esto una especie de adopción, como si Jesús hubiera llegado a conquistar un derecho que no tenía, o filiación divina como un premio. El ser plenamente un hombre más particularmente, un niño, fue la manifestación de su condición eterna de Hijo de Dios.

       Los Evangelistas, al describirnos a Jesús, lo presentan como un hombre noble, amable y ejemplar. En una gran autenticidad y coherencia entre lo que creía y lo que vivía. El, más que ninguno de sus discípulos, incluyendo a Natanael, fue un verdadero israelita en quien no había engaño. Difícilmente podríamos describir mejor a Jesús que con las palabras usadas por sus enemigos: “ Maestro, sabemos que eres sincero, y que enseñas el camino de Dios con franqueza, sin que te preocupe qué dirán, y que no haces distinción de personas ”.

       La actitud de fe y de confianza de Jesús le da una gran seguridad de sí mismo. Podríamos decir que cree en si mismo porque cree que Dios es su Padre. Aun en los momentos más difíciles no necesita pedir consejo a ninguna persona, ni siquiera a sus amigos más íntimos. Pero su seguridad no es autosuficiencia, es la manifestación de la confianza en su Padre.

       Jesús no se pone a negociar con nadie ni se echa atrás. No cede para adquirir un poco. No se cuida de las ideas y los deseos del pueblo ni tampoco de las teorías o de los prejuicios de las clases dirigentes. Cuando una buena parte de sus discípulos se le retira escandalizada, Jesús no da explicaciones ni trata de ganárselos. Se despreocupa también de la hostilidad creciente de los escribas y fariseos que sería el fermento del fracaso que lo llevaría a la cruz.

       Era amable, al grado de que los niños se le subían y le impedían hablar. Cuando quería, imponía respeto a todo mundo. Su forma varonil de proceder podía, en algunas ocasiones, parecer dura. Pero en realidad, era profundamente asequible, accesible y hasta cariñoso.

       Da a las mujeres un lugar inusitado en las costumbres de su pueblo, Acepta su afecto y su servicio. Se fía de ellas y entabla incluso amistad con algunas personas que podían hacer pensar mal de El. Jesús está totalmente consagrado al reino de los cielos, y, sin despreciar en lo más mínimo la vida de los hombres, nunca parece haber pensado siquiera en la posibilidad del matrimonio o de una familia. Era plenamente consciente de que la obra salvífica se completaba y se terminaba en El. Parecía que todo lo que Jesús tenía que heredar y toda la vida que podía dar a un hombre, se la daría a todos y a cada uno de los que lo aceptaran.

       Jesús tiene un carácter amable pero bien definido; sabe oponerse al pueblo entero que se reúne a comprar y vender como en un mercado en pleno templo; siente la ira como un celo divino, y lo impulsa a dar muestras indudables de disgusto y a limpiar por sí mismo el templo.

       Le gusta la amistad llana y sencilla y la cultiva. Así lo viven particularmente sus apóstoles, los discípulos, y aun aquellos que se alegran de verlo ocasionalmente. Jesús no hace distinción de personas, porque a todas les ofrece lo que tiene, lo que piensa y lo que es; pero en su corazón cada uno ocupa un lugar particular. Jesús se siente amigo aun de aquellos que abiertamente eran tenidos y se consideraban enemigos de Dios. Jesús esta de parte de los necesitados y principalmente de parte de aquellos cuya necesidad más grande es Dios mismo. Jesús enseña que Dios también los necesita, no para sí, sino por ellos. Acepta entre sus más fieles seguidores a un cobrador de impuestos, cuyo oficio, además de ser producción ++++ yo (¿?), era muy mal visto por sus contemporáneos.

       Jesús no dio mucha importancia a los acontecimientos políticos de su tiempo, y tal vez hasta estaba mal informado de ellos. Tampoco supo aprovechar las coyunturas oportunistas que su entorno le ofrecía. No fue un político, ni un demagogo. Las cosas que prometía le tocaba a Dios cumplirlas. Sabía que el hambre le afecta a Dios tanto como al hombre, porque Dios no está contento cuando el hombre sufre hambre.

       No sólo el exhibicionismo lo consideró una tentación, sino también el reducirlo todo al problema del sustento. Claro que reconoce la necesidad absoluta de comer y la parte que Dios tiene que ver en eso, y lo que tienen que ver los demás; pero quiere que quede perfectamente claro que los motivos para vivir son más importantes que la vida.

       Las convicciones de Jesús eran tan fuertes, su generosidad tan grande, su esperanza tan firme que la vida no le importaba gran cosa. La vida, su tiempo, su amor y su persona era lo que Jesús tenía para entregar. Y todo lo dio sin límites ni recompensa.

       El dinero era para Jesús como un ídolo, una especie de Dios falso, o como un tirano que puede esclavizar al hombre. Jesús fue profundamente libre ante el dinero: lo recibía, lo conservaba, lo estimaba y lo gastaba. Hizo muchas parábolas que tenían que ver con la administración y la economía de su tiempo. Con el dinero se podían remediar necesidades ajenas y así hacer un tesoro en el cielo.

       Para Jesús lo terreno era un valor si se miraba a la luz de la vida eterna, más que un peligro. El peligro era proporcional a la medida en que el hombre se quedara en lo terreno.

       Las parábolas y comparaciones de Jesús rebelan su amor a lo ordinario, a la naturaleza, a la vida. Se fija en los detalles, es poeta sin hacer versos, distingue el pensamiento de la palabra y la utiliza de forma estética, elegante, e irónica si hace falta.

       No cabe duda que Jesús era un hombre especialmente inteligente y audaz. Su inteligencia se manifestaba en su capacidad de distinguir, de asociar, de relacionar. Era capaz de hacer una síntesis perfecta tanto corno de llegar hasta lo último en su análisis. Sabía distinguir el grano de la cascarilla, lo esencial de lo accidental, la apariencia de la realidad. Sabía que las cosas valen, no por el brillo o por lo que pesan y miden, sino que tienen una realidad más profunda que expresa el amor de Dios para quien tiene ojos y cierta capacidad para valorarla. El conjunto de todas sus cualidades lo hizo ser un hombre extraordinariamente original.

       Jesús no era propiamente un pensador. Jesús fue más genial que todos los filósofos y sabios, porque pensó en el hombre en una relación más profunda con Dios que la revelada en los primeros capítulos del Génesis. Jesús tuvo ideas geniales sobre el hombre, sobre Dios y sobre el mundo.

       Jesús no pensó mucho en sí mismo, ni su existencia fue para él un problema; más bien se captaba a sí mismo como una solución al problema de las relaciones humanas, y como el pregonero del tiempo de Dios.

       Jesús daba la impresión de ser un hombre siempre inspirado. Sabía cómo actuar y tenía la palabra oportuna en la boca. Bien metido en sus circunstancias, parecía estar contemplando un mundo diverso; casi ideal. En este aspecto superó a Moisés que pensaba en la tierra prometida.

       La inspiración lo llevaba siempre a una actitud más honda que trascendía lo concreto e inmediato. “Si te insisten a caminar un kilómetro, camina dos; si te piden prestada la túnica, ofréceles también el manto ”. Más que un solista en un concierto, estaba totalmente consagrado a lo que hacia. Su inspiración lo llevaba a utilizar todos los medios y recursos con la mayor naturalidad. Algunos opinaban que su inspiración se debía al espíritu de Dios, que llevaba en su plenitud; otros, que era un espíritu maligno o el mismo demonio. Ante lo que Jesús hacía se daban con frecuencia opiniones diversas, algunas contradictorias. Pero Jesús nunca quiso imponerse a nadie, dijo sencillamente que los hombres estarían con él o contra él.

       Juan Bautista y sus discípulos se sintieron desde el primer momento impresionados por el espíritu que reposaba sobre Jesús. Esto lo experimentaban siempre, pero particularmente después de un sermón, o de algún milagro o de una plática personal. Sentían la sensación de estar ante lo sagrado, ante lo maravilloso y único. Este magnetismo, esa fuerza de curación o esa sabiduría, la sentían a su alrededor como una atmósfera: incluso su manto o su túnica parecían conservar, retener o dar algo de lo que Jesús tenía. El espíritu de Jesús le daba una tal autoridad que lo distinguía de los escribas y fariseos; que lo hacía hablar con una convicción tan profunda, que no parecía sacada de libros o de estudios, sino de una vivencia personal. Después de la resurrección este efecto numinoso de Jesús es más notable todavía y para entonces los apóstoles y todos los discípulos ya podrán tener una idea más clara del eterno significado de la condición humana de Jesús.

       En Jesús lo humano llegó a su punto máximo de apertura a Dios, y en Jesús también Dios llegó a llenar perfectamente la vida humana. Jesús es el punto de contacto entre Dios y los hombres. Es el cordón umbilical entre el cielo y la tierra. Es el único camino por el que Dios puede entrar al corazón de los hombres, y por eso, también, es el único punto de contacto del hombre con Dios. Solamente existe una forma de entrar en comunión con Dios, aquélla que Dios ha utilizado para entrar en comunión con el hombre. La condición divina de Jesús se manifiesta en la profundidad en que vive la vida humana. A Jesús no se le puede medir con ninguna medida externa. El es el criterio de humanidad.

       La historia y la forma de ser que puede captar una fotografía o el cine, tratándose de Jesús, ha escapado para siempre de nuestro alcance. Actualmente a Jesús se le puede conocer solamente con los Evangelios y con el corazón. Tratándose de Jesús, todo mundo puede descubrir algo que nadie antes había descubierto. Ninguna forma de seguir a Jesucristo es la única. Todo mundo está llamado a seguirlo de forma creativa. Lo importante es la persona de Jesús a quien se sigue, más que el camino por el que va. Llega a ser más importante la persona de Jesús que lo que dice y lo que hace. Lo que dijo e hizo respondía a circunstancias particulares de su tiempo. Lo que es y lo que fue pertenece a todos los hombres. Es importante por otra parte no separar lo que Jesús dijo de Jesús mismo, porque entonces resulta un mensaje despersonalizado; ni tampoco se debe separar lo que Jesús hizo de lo que fue, porque entonces resultan acciones insignificantes.

       El camino espiritual del cristiano está marcado por Jesús solamente y por lo que él va inspirando a cada uno de los que creen en él. Su ejemplo es una norma de acción y un principio que debe inspirar y regular nuestras propias acciones. Los santos y los caminos que ellos enseñan son una ayuda en la vida de los hombres, pero en realidad no son importantes aunque se llamen Padre Ignacio, Hermano Francisco o Santo Domingo. San Pablo dice en sus epístolas que lo importante es “tener los sentimientos que tuvo Cristo ”, y a sus cristianos les dice: “Sean imitadores míos, en la medida en que yo lo soy de Jesucristo. ”

       El camino, el proyecto y el plan de trabajo espiritual es el conocimiento interno de Jesucristo en el sentir y la fe de la Iglesia, para más amarlo, seguirlo y servirlo en los demás. Esto es una mina de inspiración afectiva que hará efectivo el amor que cada persona logre ofrecerle. Ayudará a cada quién a ser único en la vida y le dictará en cada momento lo más conveniente. Declarará el mal y sugerirá el bien que hay que hacer. Convencerá a cada uno de que realmente “donde existe el amor no hay lugar al temor”.

FxsI

Cereso 2 - una asomadita al corazón de Fx

20061017

Puerta nueva
Jacobo vino a casa a verme, con su novia italiana, creo el jueves pasado (12 octubre), y, al comentarle yo la situación del Cotume, me dijo que Norma Abril, directora del Cereso 2, es medio pariente de ellos y amiga de su papá. Le pedí comunicación con Chuy (su papá), y el domingo fue éste a misa.

Lo llevé a su casa, con Eloy, y nos tomamos un café con él. Le traté el asunto, y me dijo hablaría con Norma. El lunes me llamó, cerca del medio día, y me dio un teléfono, en que Norma esperaba mi llamada. Me dio ella cita para hoy, martes 17, a las 6 de la tarde, en su casa, y acudí puntual a ella.

Hablamos hora y media, creo con claridad y sinceridad, y me abre la puerta del Cereso. Lo describe como de un estilo nuevo, inspirado en uno de Kansas City, y quiere contar conmigo, aun de tiempo completo. Quedó de enviar por mí el viernes (20), a las 10 de la mañana, para que, si quiero yo, me pase el día entero allá, con comida y transporte de regreso.

Ya después, iría yo por mis medios; pero aun me ofrece pagar la gasolina. Parece confiar del todo en mí, y en la Compañía, y me ofrece entrada libre a todo el Cereso, sin límites de tiempos o lugares. Por lo pronto, me propone estar más con un grupo de cien recién llegados, que inician su preparación para salir.


20061023
El viernes 20, a las 10 en punto, llegó por mí Arturo Rodríguez, administrador del Cereso 2. Me recibió Norma, y pronto me presentó a Mari, su segunda, que fue mi guía por todo el Cereso (excepto zonas habitacionales), incluídos talleres, aulas, cocina, cubículos de psicólogos y anexos, hospital (aun con quirófano), canchas y demás, y me presentó a comandante y algunos guardias.
Luego, me dejó en la escuela, tras presentarme a Virginia, de 'Pastoral Penitenciaria', que, con unos 30 o 40 internos, esperaba al padre Varela, para la misa de 11. Como éste no llegara a las 11:15, Virginia y su compañera me pidieron misa, y estuve dispuesto a hacerla; pero, a falta de vino, que suele llevar el padre, hicimos liturgia de la palabra, con las lecturas del domingo 22, que ya tenían preparados dos lectores (pues el evangelio 'le toca al padre'). El salmo, entero, fue cantado en semigregoriano por la 'compañera' (cuyo nombre no recuerdo), con antífona repetida por todos, y hubo dos o tres cantos más, medio seguidos por el grupo de internos.

Comenté luego brevemente una o dos frases de lo leído, insistiendo (por ser ello de la misa del 'Domingo de las Misiones') en que no había solución realmente humana y verdadera, si no lo era potencialmente para todos, ni menos si aumentaba los problemas de otros. Luego, unos cinco internos comentaron brevemente algo.

Minutos antes de las 12 terminamos, pues a las 12 es la comida. Aún en el aula, entró el Toto a saludarme, como conocido que ya era del Cotume; y se me pegó de ahí en delante.

Para comer, un guardia me pasó a la cocina, a una especie de oficinilla adjunta a ella; pero, al ir por la comida, me quedé en la cocina, pues allí estaba alguien comiento, ante una mesa, y nos acompañamos. Comimos caguamanta, bien preparada, y la acompañamos con agua de limón. Me llamó la atención el aseo de la cocina, y aun el cuidado en servir la comida, en bandejas de acero inoxidable cubiertas con celofán, y con letreros en él a plumón negro que indicaban los destinatarios de cada bandeja.

Ya antes, el comandante nos había dicho a Mari y a mí que era más prudente que no pasara yo a comer con el grueso de los internos (en la parte baja abierta de sus unidades habitacionales, llamadas los 'pentágonos'), hasta que me conocieran y me identificaran más claramente ellos.

En el recorrido con Mari conocí talleres de mueblería, de soldadura (herrería), de electricidad y de 'manualidades' (donde tejen morrales y hamacas, con tiras de tela de punto, como de camiseta playera). Además, aula de computadoras (unas doce), biblioteca, salón de arte (hasta el momento sin ningún uso) y uno más, de 'pintura', con un caballete, sin cuadro alguno todavía.
Me impresionó favorablemente ver la cantidad de vidrio en puertas y ventanas, la aparente debilidad de las rejas interiores, y el libre tránsito de los internos en el espacio amplio que les corresponde, incluida escuela, canchas, cocina, talleres, etcétera. Así también, el baño, con mingitorio de acero inoxidable, y verdaderamente limpio; e incluso algunos visillos redondos, por ejemplo, en la cocina, con acrílico, y todo ello sin un sólo 'grafito' rayado en ellos (sólo dos o tres, no obscenos, sino simples 'plakazos', en el mingitorio, y con lápiz, sobre el azulejo.

Al salir de la cocina, me esperaba el Toto. En algún momento me invitó agua fría, para lo que, sin más, pasamos a la dirección escolar, a donde sin estorbo entramos, y, de ella, a su bodeguita, donde hay garrafón de agua fría y vasos, además de material escolar más o menos abundante. Me sorprendió pasáramos sin vigilancia alguna, y nada hiciera él por robarse ni siquiera un lápiz.

El Toto me llevó casi a repetir el recorrido antes hecho con la Mari, especialmente la carpintería o fábrica de muebles; donde estaban en descanso, tras la comida, unos quince internos, uniformados de la cintura para arriba, con camisa anaranjada, laboral.

Saludé, en algún patio o corredor, al Borrego, conocido del Cotume, y a otro joven en la misma situación, cuyo nombre y apodo desconozco. Así también, a dos o tres guardias de allá conocidos, como también a uno o dos maestros y a una psicóloga.

Muy cerca de las tres, el mismo Toto me invitó a salir, pues ya casi se acababa su tiempo libre: me dice que a las cinco se sirve la cena, en los 'pentágonos', y pasan luego a sus celdas, en las que se les encierra, hasta el día siguiente. Me acompañó todavía él hasta donde termina la zona que les corresponde. Allí pasé al pasillo pequeño del puesto de control, donde me despedí de un guardia conocido. El avisó a la puerta siguiente, y, ya de allí, me acompañó otro guardia a las oficinas de la dirección.

No estaba en ellas Norma, pero sí Mari, que atendia ya a la salida de buen número de los empleados, mayoritariamente femeninos. Entre los varones salió 'el Negro', enfermero conocido mío, que me reconoció pronto, y me ofreció traerme a casa.

Añado, pues se me pasó mencionarlo, que en lo que llaman la 'plaza' (frente a la escuela, como de dos canchas de basquet de tamaño) están sembradas sandías, calabazas, melones y chiles; y se habla de un proyecto agrícola más amplio, con ayuda de la escuela de Agricultura.

Volví hoy, lunes 23, al Cereso:
Raúl, feligrés del CCU, el domingo me ofreció llevarme allá, por platicar conmigo en el camino. En el kilómetro 21 a Bahía Kino, a la izquierda frente a una loma aislada, empieza la terracería o brecha, como de trescientos metros, hasta una caseta de control, donde anotan nombres, placa del carro y ausunto. Raúl me dejó a la mera puerta o sitio de entrada. Allí saludé a otro guardia antiguo del Cotume, quien me indicó el camino, un poco laberíntico, hasta la dirección, a la que, en el retén, había dicho yo que iba.

Estaba yo en su antesala, cuando Norma me llamó por mi nombre, y pasé a su oficina, para estar allí una media hora, en que me comentó asuntos cotidianos del penal. Me dijo que ella saldría cerca de las tres, y que podría traerme a mi casa. Eran ya como las once y media, cuando pasé a 'los interiores'.

Sin más, entré a la zona escolar, y saludé a varios internos, con alguna conversación pasajera e intrascendente con ellos. Como a la media hora, me localizó el Toto, y me llevó a conocer un taller nuevo, al parecer para trabajar madera, que apenas están instalando desde el sábado, con material y maquinaria nuevos, y que –me dice– no va a ser ya de una empresa externa, sino del Cereso mismo. Allí saludé al maestro de electricidad que había conocido en el Cotume, y me enseñó, satisfecho, las instalaciones, en tanto comentaba también los proyectos laborales.

Se acercaban las 12, y el Toto me encaminó a la cocina, para irse luego él a su pentágono. Me asomé a ella, pero no entré, pues me invitaron los del taller de manualidades a comer con ellos, muy cercano a la cocina. Me prestaron plato y cuchara, y la comida fue pozole, aguado pero muy bien sazonado y abundante, acompañado de tortillas y agua.

Comimos en mesa de plástico larga, sin sillas, en el corredor frente al taller; pero, como se soltó la lluvia, acarreamos comida, no mesa, al interior del taller. Allí conversamos medio en grupo, al comer, y, al terminar, me buscó plática José Luis; misma que se alargó como hasta cerca de las dos. Llamaron del taller a José Luis, y, ya para despedirse, me enseñó un balero sencillo de madera, hecho por él.

Platiqué, allí mismo, un rato con Martín, no hace mucho trasladado de Cumpas, cuando se cerró el penal de allá, pues sólo eran 27 los internos: con otros compañeros suyos tiene proyecto de iniciar en el 2 un taller de talabartería, con vaqueta traída de Cumpas y mercado seguro en Hermosillo, Peñasco, San Carlos y del otro lado.

Fui hacia la escuela, y el Toto me abordó de nuevo. De hecho, resulta ser hermano del Chespi, de los más asiduos escritores de La Interneta, a quien dos o tres veces traté de encontrar en Los Olivos, su barrio. Me dio indicaciones precisas para hallarlo, y espero darme una vuelta de nuevo por allá.

No faltaba mucho para las tres, cuando me avisó un interno que me llamaban de la 'puerta 2' (el antes citado puesto de control). Fui allí, y Norma me mandaba decir que ya iba de salida, y que me esperaba para traerme a casa. El recado lo llevaba nada menos que el Subdirector (o 'un' subdirector), a quien no había visto antes. Me acompañó hasta la oficina de Norma, con quien todavía platiqué un ratillo, hasta que nos vinimos a Hermosillo, y me dejó en casa.

Siento inmediatamente que, sin dudar ni poder dudar de ello, el estar de nuevo con los presos me da vida y alegría: siento que son mi mundo y que yo soy de ellos y para ellos. Los considero buenos a todos, y ciertamente mis hermanos. No los juzgo, sino los quiero, y algo sé de lo que significan a veces sus mentiras o silencios. Me es completamente claro que, si a la sociedad deben ellos algo por lo que están pagando, mucho más a ellos la sociedad les debe... y no piensa pagárselos. Me agrada especialmente el ambiente que empiezo a percibir en este 'Hermosillo 2', al que me siento inclinado a llamar simple y afectuosamente el '2'.

Mucho agradezco a Papá que tan inesperada como ampliamente me esté abriendo él la puerta, así como la oportunidad que me da también de establecer nueva amistad con personal del 2 al que hace quince días ni de nombre conocía. Vuelvo a sentir llena mi vida; no sólo mi tiempo; y el encuentro con mi mundo me impulsa a buscarlo también fuera, aun con inversión de tiempo y de recursos económicos (de hecho, llamé ya a Caborca, y deseo ir pronto a Los Olivos (ahorita mismo iría, si no fuera por la lluvia, que no ha cesado de caer).

Me siento también movido a tener más cuidado con este regalo recibido: a esmerar alguna prudencia, por no perder este tesoro; especialmente, en el hablar o el expresarme. Porque soy consciente de la necesidad de conservar la confianza que me hacen los compañeros internos, así como la que la Compañía y el Arzobispo me hacen, y el personal todo laboral del 2, empezando por quien lo dirige.

Sobre todo, he de cuidar mucho el guardar las confidencias sigilosamente, así las de la directora, que ni de lejos he de dar a sospechar a los internos, como las de ellos, que tampoco ni lejanamente he de dejar vislumbrar ante la dirección. Creo son cosas que debo tener presentes en mi examen cotidiano, así como las posibles, aun remotas e improbables, consecuencias que comunicaciones mías sobre el 2 y su vida interna pudieren llegar a tener en cualquier contexto que fuere.

Aun notas como ésta, creo debo considerarlas como exclusivas para Dios y para mí (aunque pueda entresacar algo de ellas para compartirlo a México, con el Presbítero, con Magdalena y con Dolores, que sé se alegran conmigo al recibirlo).

No se me ocurre de momento escribir mucho más acerca de esto: Quizá por ser demasiada mi alegría, no encuentro mucho modo de expresarla. Sólo la imagino en la línea de la gozada por Xavier entre los pescadores de perlas o por Pedro Claver en Cartagena de Indias.

Sólo me queda agradecerlo todo a aquél de quien todo bien dimana, como del Sol la luz o del manantial las aguas, de quien es propio aumentarnos la fe, la esperanza y el amor, así como llenarnos de toda 'leticia spiritual' (como dijera el padre Ignacio).

FxsI

Mi Evangelio

     
       Sin saber con precisión ni el cómo ni el por qué, avanzaba yo íntegrado en una marcha o peregrinación, a través de parajes desiertos, entre arenas, rocas y cactáceas. El río humano se movía a paso acompasado y lento.
       Era el río de los desharrapados, el río del desperdicio humano: ladrones, drogadictos, prostitutas, traficantes, cholos, borrachos, indígenas, madres solteras, vaquetones de barrio... Un río despreciado y solidario, pecador y creyente, que expresaba su vaguísima esperanza en la monotonía desentonada de su único canto a gritos repetido:
       Desde el Cielo una hermosa mañana
       la Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac.

       Este clamor esperanzado, mezclado con aromas de sudor, de alcohol, de orines y de marihuana, penetraba la bóveda azul y luminosa, y entraba al corazón tierno de Papá, quien sonreía, con la mirada humedecida.
       El interminable río iba virtiendo su contenido humano (o infrahumano) en algo así como un tiradero de basura, en el que en asquerosa y maloliente promiscuidad hervía un mar de brazos, piernas, cabezas y cuerpos desnudos. De vez en cuando, una motoconformadora enorme removía aquel mar de desperdicios, y lograba opacar la monótona esperanza:
       La Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac.
       En una de esas removidas, sentí que un cuerpo masculino se adhería al mío, y me abrazaba fuertemente. Como quien siente que se sofoca y que se ahoga, instintivamente traté de soltarme, y aun de arrancar de él a otro, a quien él también se aferraba. Me apretó más, aun lastimándome, y no me fue posible soltarme; ni soltó él al otro a quien tenía abrazado.
       Calmada la agitación, nuestros rostros quedaron frente a frente. Al tiempo que reconocí su mirada y su sonrisa --hacía pocos días había estado yo en su casa, en el Rancho de la Flor--, estando aún estrechados nuestros pechos, oí en mi corazón una voz que en el suyo le decía:
       Te quiero un chíngo, m'Hijo; y estoy orgulloso de ser yo tu Jefe.
       Quise decirle algo; no sé ni qué. Pero me fue imposible: ya se me había perdido entre los cerros de basura humana.
       Entonces le grité, seguro de que me escuchaba:
       Así te quiero más, Jesús: Anónimo, y puesto totalmente con nosotros.
       Los ecos de mi grito se confundieron en la monotonía de aquella fe pecadora, que, constante, se seguía escuchando:
       La Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajo al Tepeyac.
       Dos o tres años después, un miércoles por la noche, bajo luna casi llena, volví con mi hermano a aquel sitio, para enfrentarme con Jesús: para pedirle cuentas, y exigirle una respuesta:
       Te oímos, Jesús, en la sinagoga de tu pueblo, y, meses más tarde, en la Montaña; ¡Qué hermoso platicas de tu Papá y de sus sentimientos, sus planes y regalos; pero cómo son falsas tus palabras!.
       Jesús, ante aquel basurero que seguía cantando la Guadalupana, tuvo que quedarse callado. Se le veía triste, nervioso, preocupado. Como muchas otras noches, se retiró un poco de nosotros.
      
       Ya para dormirnos, hice mi oración nocturna:
       Ya no confío en tí, Papá; pero no importa: ¡tú sí confías en mí! Dame un beso.
       Papá me dio su beso, y tranquilizó mi corazón. Con ese beso suyo respondió a todas mis preguntas.

       Al otro día, jueves, Jesús nos invitó a cenar. Desde allí, en la cena, y a lo largo del día siguiente, viernes, fue él respondiendo, una a una, a todas mis interrogantes.

       Y a partir del tercer día, y hasta hoy, y para siempre, está conmigo y con mi hermano, para que llevemos a todos la verdad del beso de Papá..; beso que Papá nos dio antes, en el tiradero de basura, perdidos en el desperdicio humano, cuando él puso a su Hijo con nosotros.


FxsI
Puente Grande, Jal., 1º de febrero de 1989.

 

San Ignacio y la Gallina

(transcripción: FxsI:MxSoHm:20021113:N:1000)


1. De las Noticias de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús
(nº 218, 2ª época, 25º año – México, D.F., 1º de julio de 1997 – pp. 20-21)

El ave rediviva
Félix Palencia, S.I.
La vera historia

       Siendo yo novicio, en San Cayetano, oí narrar a mi maestro, el Pajarito, la siguiente historia, que -no sé si él lo dijo así- tuve yo por sucedida en Azpeitia, cuando volvió Ignacio a reparar los malos ejemplos de sus años mozos:

       Predicando él con algún concurso de gente, sucedió que cayó a un pozo una gallina, capital único de una viuda pobre. Enterado el santo padre, púsose en oración hincado contra el brocal del pozo, y obtuvo de Dios que subiera poco a poco el agua, en modo que la gallina, que ahogada era ya cadáver, brincó viva, agua afuera del pozo, con que pudo recuperarla la apu­­rada anciana. Y -añadía nuestro padre maestro- fue éste el único milagro que en vida hizo Ignacio, el peregrino; nada espectacular por cierto y ciertamente en beneficio de los pobres.

       Conservé el recuerdo del edificante ejemplo, y busqué en vano recuperarlo de alguna fuente escrita; pero ni siquiera pude del pozo de sabiduría ignaciana de Pablo López de Lara. Carlos Casas fue quien, una pascua en Torreón, me dio la pista, respondiéndome haber oído la narración en Manresa, y aun visitado el susodicho pozo. La desidia me ganó por un buen tiempo; mas, an­dando acá Pàmpols, y en Manresa la gallina, acudí a su catalán auxilio, y redactó para mí un fax que mi computadora hizo llegar al superior de nuestra casa de ejercicios de la Cova Sant Ignasi. Así, gracias al P. Joan de la Creu Badell, puedo en el día de San Ignacio compartir a todos esta vera historia:


La más vera historia

      Una vieja Guía del viajero en Manresa y Cardona recoge la antigua tradición: A una niña de la vecindad se le cayó al pozo una gallina, y a pesar de cuantos esfuerzos se practicaron para devolver la gallina a la niña, no pudo estraerse el animal. Temerosa la muchacha de que su madre la castigase, lloraba amargamente, cuando acertó a pasar san Ignacio, que, viniendo de hacer la cuesta, regresaba al hospital; quien, al ver el llanto de la niña, dirigió al Cielo una súplica. Las aguas subieron hasta el brocal del pozo, y devolvió a la niña, viva y salva, la gallina.
      
       Y la misma guía detalla así la información: Junto a la calle dels Archs, que desde la de Sobreroca baja a la de Santa Lucía, había una vieja capillita dedicada a san Ignacio. Deseando el dueño de la casa honrar más al santo, construyó en el piso bajo un oratorio. Al lado mismo de su puerta está el pozo, en el que se cuenta obró san Ignacio un milagro durante su permanencia en Manresa.

La verísima historia

       Quiso el mal espíritu quebrantar mi devoción al santo padre, y se valió de un tal Nonell y de su obra: Tres glorias de san Ignacio en Manresa a la luz de la más severa crítica (Manresa, 1914). Documenta allí el autor que fue el 1º de octubre de 1730 cuando se autorizó fabricar la capilla de San Ignacio, y asegura que de 1732 en delante la tradición ha extendido falsa­mente que el milagro lo consiguió san Ignacio de modo personal. Reconoce, sin embargo, que a 28 de mayo de 1861 el agua era aprovechada para el diario con­sumo del vecindario y se servía a los enfermos, y aun que, para dicha de los devotos del santo, en los primeros años de este siglo XX todavía se sacaba el agua con facilidad.
      
       Alguien cuyo nombre ignoro dedica a pozo y gallina el capítulo 23 de su libro (páginas 145-147), de título para mí también desconocido. Y, por Nonell, pasa a Monumenta Ignatiana, para llegar a los pro­cesos de canonización del padre Ignacio:
      
       Testifica en ellos Juan Ferrán que muchos rnan­resanos recordaban que en la ciudad iban con­tándose varios milagros alcanzados por la mediación del padre, y que se hablaba de la gallina muerta y resucitada por las súplicas de una niña huérfana.
      
       De hecho, en enero del 1602 Tarragona conoció un concilio presidido por el arzobispo Juan Terés, concilio que convocó también a Ildefonso Coloma. Vuelto a su sede, Barcelona, predicando en su ca­tedral, el obispo Ildefonso recordó las virtudes de Ignacio, y habló también del prodigio de la gallina muerta y rediviva (como atestiguaron en los procesos Juan Calvo, prebítero, y Beatriz de Josa).

       Crónicas contemporáneas hablan de una niña de nombre Paula y Honorada, bautizada el 18 de febrero de 1588 y llamada Inés a sus catorce años, hija de Juan Dalmau, arriero, y de María Martor. Ida al cielo María el 8 de abril de 1595, a las segundas nupcias de su padre lnés vino a tener como madrastra a Juana Grau, de Viladordis.
      
       En ocasión histórica, la madrastra había confia­do a Inés que cuidara de la doméstica ave. Por la circunstancia que fuere, aquella gallina, dando un desacertado vuelo, dio en la boca del pozo, y a duras penas pudieron recuperarla muerta, con muy profundo desconsuelo para Inés, pues tenía la madrastra ra­chas de mal genio y con motivo podía esperarse algún brote de reacción violenta.
      
       Cuando esto sucedía, Segismundo Torres, ve­cino del lugar y sastre de oficio en aquella misma calle, se detuvo viendo el desconsuelo de la niña, diciéndole que nada ganaba con llorar, puesto que ya había muer­to la gallina. A pesar de todo, alguien, quizás el propio Segismundo, tuvo la feliz idea de implorar al padre Ignacio, y aquella plegaria confiada fue el medio de recuperar viva la gallina.

       El padre Juan Gaspar y Jalpí diría más tarde que invocó la interesada al padre Ignacio por haber oído el decir manresano de que él resucitaba muertos; y, por eso, a gritos suplicaba: Padre Ignacio, dame la gallina viva.
      
       El suceso ciudadano parece tuvo lugar en 1602. Siete años antes se habían incoado en Manresa los procesos públicos, colectores de testimonios refe­rentes de las virtudes del padre Ignacio, y precisa­mente el 6 de diciembre de 1601 dio comienzo la segunda ronda de ellos, autorizada por el deán de la ciudad.


La verisísima historia
       Podrán hoy los espíritus neoliberales, como hace un siglo los racionalistas, poner en duda la vera­ciadad de lo narrado; pero prueba de su manresana verdad es que está escrito, y que lo representa un relieve que en la Santa Cova se venera y una pintura que en la capilla del pozo puede verse, en que se muestra Ignacio orante y la gallina reviviente. Y prueba de que fue en Azpeitia es que así lo recuerdo yo, a partir de lo que oí siendo novicio.
Decía -o dice- un texto en la pared de la capilla manresana:
Observa, peregrino,
qué categoría tiene el amor de Ignacio.
El agua de este pozo lo testifica.
Bebe de ella devotamente
y, ya alentado, sigue tu camino.

La verdad de la historia
       A nuestro añoso Colegio de San Ignacio, en Parras de la Fuente -y a muchos domicilios nuestros- la fe popular concurre aún por Agua de San Ignacio, agua viva contra el demonio, el alcoholismo y el espanto; tan viva como la que reparte nuestra Universidad de San Ignacio, en Santa Fe, que exhorciza ignorancias y egoísmos; o la que por cuatro siglos ha irrigado montes y cañadas en la Sierra Tarahumara e inunda hoy -en fraternal alianza- el Valle de Chalco y la Sección Alamedas de la Colonia Polanco, o gotea perma­nente y suavemente en Villa María o en la Sagrada Familia.

       Si queremos seguir distribuyendo Agua de Vida, repi­tamos a Ignacio en su día la oración de la Samaritana a Je­sús, y bebamos, pere­grinos, en nuestro pozo -el de los ejer­cicios y el examen cotidiano- el agua ignaciana, que nos alentará para seguir nuestro Camino.

2. Capítulo 23, de un libro desconocido:

(Transcripción del fax citado en el apartado anterior, procedente el 20 de mayo de 1997, a las 10:25 horas, de la Casa d’Exercicis Sant Ignasi (Barcelona) (fax 8729116), recibido en México, D.F., y a punto de borrarse en Hermosillo, Son., el 20 de noviembre del 2002. El texto impreso está precedido por dos renglones manuscritos: “Atención: P. Félix Palencia” y “De: P. Juan de la C. Badell”.)

XXIII
El pozo de la Gallina

       Con pretendida intención hemos dejado para este lugar el prodigioso relato de la gallina resucitada en el pozo de la calle Sobrerroca. Sólo la tradición local ha venido recordando tan insólito suceso que prueba la piedad ignaciana de Manresa (1).

       Juan Ferrán testifica en los procesos de canonización de Ignacio (2) que muchos manresanos recordaban que en la ciudad iban contándose varios milagros alcanzados por la mediación del Padre Ignacio. Dice asimismo que se hablaba también de la gallina muerta y resucitada por las súplicas de una niña huérfana.

       El día 2 de enero de 1602 fue inaugurado en Tarragona un concilio presidido por el arzobispo Juan Terés (1539-1603), nacido en Verdú. Entre los prelados convocados estaba Ildefonso Coloma, obispo de Barcelona. A mediados de aquel mes, la ciudad de Manresa suplicaba a los obispos reunidos el deseo de conducir con éxito el proceso de beatificación del Padre Ignacio, porque ellos podían mover el ánimo del rey de España y del propio Santo Padre, logrando que la causa tuviera buen fin.

       Ya de regreso a Barcelona y en un sermón predicado en aquella catedral, el obispo Ildefonso recordó las virtudes de Ignacio mientras también hablaba del prodigio de la gallina muerta y resucitada. Así lo testificaron el presbítero Juan Calvo y Beatriz de Josa, como aparece en los procesos (3).

       Las crónicas del tiempo hablan de una niña de nombre Paula, Inés y Honorata. La llamaban Inés y entonces tenía catorce años. Fue bautizada el 18 de febrero de 1588 (4), siendo hija de Juan Dalmau, arriero, y María Martor, que falleció el 8 de abril de 1595. Inés tuvo más tarde como madrastra a Juana Grau, originaria de Viladordis y casada en segundas nupcias con Juan Dalmau.

       Precisamente en una ocasión histórica, la madrastra había confia­do a Inés que cuidara de la gallina doméstica. Pues bien, por la circunstancia que fuere, aquella gallina, dando un vuelo desacertado, dio en la boca del pozo. A duras penas pudieron recuperarla muerta. El desconsuelo de Inés fue muy profundo, porque la madrastra tenía ra­chas de mal genio y con motivo podía esperarse algún brote de violenta reacción.

       Cuando esto sucedía, Segismundo Torres, hombre del vecindario y sastre de oficio en aquella misma calle, se detuvo viendo el desconsuelo de la niña, diciéndo que no llorara, puesto que ya había muerto. A pesar de todo, alguien, quizás el propio Segismundo, tuvo la feliz idea de implorar al Padre Ignacio. Y aquella plegaria confiada fue el medio de recuperar viva la gallina.

       Más tarde, el padre Juan Gaspar y Jalpí diría que la niña interesada invocó al Padre Ignacio porque decían los manresanos que él resucitaba muertos; y por este motivo, a gritos suplicaba la niña: “Padre Ignacio, dame la gallina viva” (5).

       Este suceso ciudadano parece que tuvo lugar en 1602. Siete años antes se habían incoado en Manresa los procesos públicos, que recogían de boca de diversos testigos las virtudes del Padre Ignacio. Precisa­mente el 6 de diciembre de 1601 dio comienzo la segunda ronda autorizada por el deán de la ciudad.

       Uno de los relieves que se veneran en la Santa Cueva, labrado en los primeros años del siglo XVIII, muestra el relato popular de la gallina. Tanto el artista manresano José Sunyer como la pintura de la capilla del pozo (6) ponen como protagonista al Padre Ignacio cuando obra aquel prodigio. Sin embargo, parece que incurren en un error, porque no hay motivo ninguno para creerlo. Un autor que ingenuamente lo afirma es Cayetano Cornet y Mas, si bien su argumento resulta curioso y nada fundado (7). Nonell, en cambio, también Puig y otros, se inclinan por el año 1602 (8).

       El agua del pozo, hasta el 28 de mayo de 1861, era aprovechada para el diario consumo del vecindario y se servía a los enfermos. Continuó más tiempo para dicha de los devotos de san Ignacio. En los primeros años de este siglo XX sacaban el agua con facilidad (9).

       En la pared del pozo se aplicó un texto que decía: “Observa, peregrino, qué categoría tiene el amor de Ignacio. El agua de este pozo lo testifica. Bebe de ella devotamente y, ya alentado, sigue tu camino.”
       La pequeña capilla del pozo es testigo del trasiego ciudadano y del ingenio comercial. Constituye un pequeño oasis de luz y bienestar. Las luces encendidas del altar que brillan noche y día ponen en lo vivo del alma más esperanza.

1. MI, escritos, II, 719.
2. NONELL, El milagro de la gallina resucitada, 41. Cf. Tres glorias de san Ignacio en Manresa a la luz de la más severa crítica (Manresa 1914).
3. Ib. 42.
4. Ib. 44.
5. Epítome histórico de la ciudad de Manresa, 367 (Barcelona 1692).
6. NONELL, o.c., 48: Pedro Oliveras de Navarcles dió autorización “para fabricar la capilla de San Ignacio” el primero de octubre de 1730.
7. Guía del viajero en Manresa y Cardona, 146s: “Junto a la calle dels Archs, que desde la de Sobreroca baja a la de Santa Lucía, había antiguamente una capilla dedicada a san Ignacio. Deseando el dueño de la casa honrar más al Santo, construyó en el piso bajo un oratorio. Al lado mismo de su puerta está el pozo, en el que se cuenta obró san Ignacio un milabro durante su permanencia en Manresa. Dice la tradición, que a una niña de la vecindad se le cayó al pozo una gallina, y que a pesar de cuantos esfuerzos se practicaron para devolver la gallina a la niña, no pudo estraerse el animal. Temerosa la muchacha de que su madre la castigase, lloraba amargamente, cuando aceró a pasar san Ignacio, que viniendo de hacer la cuesta regresaba al hospital, quien al ver el llanto de la niña, dirigió al cielo una súplica; las aguas subieron hasta el brocal del pozo, y devolvió a la niña, viva y salva la gallina.”
8. NONELL, o.c., 48. El autor dice que la tradición, del año 1732 en adelante, ha extendido falsamente, y sin motivo, que el milagro lo consiguió san Ignacio de modo personal.
PUIG, Recuerdos ignacianos en Manresa, 96. Diversos historiadores, como Francisco Tallada y Fidel Fita, fueron repitiendo esta tradición desfigurada. Sin embargo, el texto de los procesos de canonización de Ignacio deja claro que el suceso tuvo lugar el año 1602.

3. De las Noticias de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús
(nº 220, 2ª época, 25º año – México, D.F., 1º de septiembre de 1997 – p. 20-21)




El pozo de la gallina
Luis Javier Palacio S.I. (COL)
31 de julio de 1997

       Creo que siendo una de las pocas leyendas ecológicas de san Ignacio, debemos recuperarla y defenderla con uñas y dientes.
       Hubiera deseado que a san Ignacio se le ca­no­nizara por sólo este milagro o por su leyenda; la cual muestra al santo como un resucitador de galli­nas: al fin y al cabo, el único recurso de la gente po­­bre para alimentarse adecuadamente.
       En Japón un huevo era un regalo de lujo, cuan­­do era un país pobre. Y el huevo de pascua es un bello símbolo de todo el cristianismo, que es potencia de vida y esperanza de un mañana mejor, lleno de piares de pollitos tiernos.
       Se trata de un pozo, de brocal semicilíndrico, pegado a la pared de una casa, situada hacia la mitad de la calle de Sobrerroca, esquina a la calle dels Arcs. Este pozo recuerda la resurrección de una gallina, obrada por intercesión de san Ignacio en el año 1602. En el proceso manresano de las virtudes y milagros de san Ignacio en orden a su canonización, se da la circunstanciada razón de este prodigio, en varios testimonios que, en resu­men, vienen a decir lo si­guiente:

       La joven de 14 años, Inés Dalmau, estaba en­car­gada de la custodia de una gallina, con mucho encarecimiento de su madrastra. Mas, habiéndose casualmente desatado la gallina, se precipitó en un pozo de cerca de su casa de Sobrerroca. Como el pozo era profundo, no pudo inmediatamente sa­car la gallina. Cuando, por fin, la sacaron, estaba muerta. Inés, al ver muerta la gallina, concibió gran temor de ser castigada por su madrastra, y así pro­rrumpió en grandes sollozos. El tabernero Segis­mundo Torres, vecino de Inés, la increpó diciendo: ¿Acaso podrás con lamentos resucitar la gallina? Recomendóle, no obstante, que rogara al antiguo penitente de Man­resa, y, habiéndolo hecho la niña con gran fervor y confianza, la gallina comenzó a moverse y resucitó.

       Con todo, el pueblo fue con el tiempo vistien­do este milagro con el ropaje de la imaginación, y así puso a san Ignacio pasando casualmente por la calle y atendiendo a las súplicas de la niña desconsolada, hasta hacer salir de dentro del pozo el agua con la gallina viva. Algunos historiadores, como Francisco Tallada y el P. Fidel Fita, S.I., sin más averiguaciones, dieron por buena esta tra­dición así desfigurada. Pero el examen de los procesos en orden a la canoniza­ción de san Igna­cio no deja la menor duda de que el hecho no tuvo lugar durante la permanencia del santo en Man­resa, sino hacia el año 1602.

       Parece que, en tiempo de la canonización de san Ignacio (1622), se puso una inscripción en el lugar del milagroso caso de la gallina, y, hasta bien entrado el siglo XVIII, no se construyó una capilla que lo recordase; pues en 1730 Pedro Oliveras hizo do­nación del sitio, con escritura pública, a los Adminis­tradores para construir la capilla de san Ignacio.

        En 1737 el obispo de Vich, don Ramón Mari­món, concedió 40 días de perdón visitando la ca­pilla y rezando un Pater noster. En la actualidad se con­ser­van así el pozo como la capilla adjunta de que aca­bamos de hablar.

Tomado de PUIG, Ignacio: Recuerdos Ignacianos en Manresa. Barcelona, Imprenta de la revista Ibérica, 1949. pp 93, 94, 95, 96.

(Sobre las florecillas que san Ignacio golpe­aba con el bastón, ver BARTOLI. Historia de la Compañía de Jesús, c. IV)