Cuento de Navidad

Este cuento está fechado: Chihuahua, 1974, y (tras aclaraciones a la censura previa -cosas de los tiempos-) fue publicado en las Noticias de los jesuitas mexicanos. Como la circulación de aquéllas era restringida, lo republico hoy, para el público en general. Como decía Jesús, 'el que tenga oídos para oír, que oiga' (que adaptándo yo traduzco: 'que cada quién entienda conforme a su entendedera.
 
Envío:

Este 'cuento' que te envío no pretende amargar ninguna navidad: por eso puede leerse en cualquier época del año. Se trata más bien del anuncio parabólico-profético de la Palabra del Señor: Anuncio indudablemente fragmentario; pero que creo no por ello habrá de dejar de cuestionarnos, y en un género literario por cierto que se acerca quizá al predilecto por el Señor. Te agradeceré, si publicas el cuento, lo hagas preceder por esta pequeña 'nota'.


CUENTO DE NAVIDAD

"Yo quiero amor, no sacrificio;
conocimiento de Dios, más que holocaustos".
Oseas, 6:6).

Había una vez, hace mucho tiempo, en un país muy lejano, un hermoso bosque, donde los gigantescos árboles conversaban diariamente con los animales, y entonaban juntos cada atardecer el Himno de la Naturaleza.

Perdida en lo más profundo de aquel bosque, había una casita, por cuya chimenea, muy de vez en cuando, se veía salir el humo entremezclado con los vapores perfumados del cocido.

En aquella casita vivía una familia muy pobre, aunque de linaje nobilísimo: La madre era la soberana legítima de un gran Reino, a la sazón dominado por un gobierno usurpador. Por no ver correr la sangre de sus súbditos, a quienes entrañablemente amaba, se había desterrado ella a la casita del bosque, abandonando las galas y comodidades de la corte.

Su mayor riqueza eran sus siete hijos, que con ella vivían: eran ellos toda su felicidad, y la Reina no los cambiaría por todos sus antiguos honores ni por todos sus antiguos tesoros.

Cerca del bosque, en la cumbre de una enriscada montaña, vivía una horripilante y malvada hechicera, cuyo único sueño era el de aumentar sus riquezas: tenía seis graneros llenos de dinero y joyas, y le faltaba poco para llenar de oro el séptimo de ellos.

Un día, Simón, el mayor de los hijos, había salido al bosque a cortar leña. Al atardecer, después de una muy dura jornada, Simón tuvo sed y se sintió cansado. Aunque en su casa lo esperaban las sabrosas bebidas frescas que preparaba su madre, urgido por la sed prefirió acercarse a la fuente, que manaba en un rincón del bosque frente a la montaña donde la bruja habitaba.

Simón había oído en su infancia los relatos acerca de la bruja; y sabía que ella de vez en cuando bajaba a aquella fuente para tomar el agua que necesitaba para sus maléficas pociones; pero nunca imaginó que aquella tarde se vería hablando cara o cara con la bruja.

No bien se había sentado Simón a la orilla de la fuente, cuando se le acercó una bellísima doncella, con un largo vestido que arrancaba del musgo las gotas de rocío: Lo usaba la bruja en sus mejores disfraces, para ocultar con él la cola de serpiente de la que no podía desprenderse.

—Buenas tardes, buen hombre—, ella dijo.

—Buenas tardes—, le replicó Simón.

—Tú, ¿quién eres?—, ella le preguntó.

—Soy Simón, el mayor de Los hijos de la Reina buena; y descanso un poco de haber cortado leña para mi madre querida y mis amados hermanitos.

—Eres Simón; pero no quieres a tu madre tanto como lo dices: Hasta ahora nunca le has hecho un buen regalo navideño...—

Simón se entristeció de que alguien dudara del cariño que por su madre sentía, y, con algún enojo, respondió a la hechicera:

—A mi madre sí la quiero: por ella y por mis hermanos trabajo cada día; pero no tengo dinero para regalarle algo la noche de la Navidad...—.

Y siguieron conversando un largo rato.

Cuando volvió Simón a su casa, antes de dormirse dirigió la mirada a sus seis hermanitos, que dormían en seis camitas, y de cada uno de sus ojos corrieron tres lágrimas amargas.


Se acercaba ya la noche santa de la Navidad; Simón lo sabía, porque los lirios del campo guardaban ya para el próximo año sus más hermosos vestidos y las aves del cielo se afanaban trabajando para que en los meses fríos no les faltara el alimento.

Simón había calculado muy bien su proyecto, y había tenido cuenta exacta de las semanas y los días.

Toda la familia había adelantado el trabajo cotidiano, para poder descansar los días de Navidad: ¡Nadie imaginaba que aquella nochebuena sería la más mala de todas las noches!


La víspera de Navidad, muy de mañana, salieron los siete hermanos a dar un paseo por el bosque. La Reina se quedó en la casa, preparando la cena para sus hijos.

Simón buscó, con empeño, bajo las piedras que yacían en el musgo, hasta juntar seis alacrancillos dorados, los más hermosos que pudo conseguir. Sus hermanitos le ayudaron en la búsqueda.

Buscó después, sobre los piedras recubiertas de musgo, hasta juntar seis hongos muy hermosos, rojos como el fuego que consumía la leña llevada por Simón y con el que la Reina cocinaba los más sabrosos manjares para la cena de la nochebuena.

Tomó Simón los hongos y los alacranes y los colocó en una escudilla de plata, que le había dado la hechicera, y puso ésta sobre una pequeña hoguera que sus hermanos le habían ayudado a encender.

Cuando el potaje estuvo hirviendo Simón fue llamando aparte a uno por uno de sus hermanitos:

—¿Qué se te antoja cenar hoy, hermanito?—

—Yo quisiera pavo al horno y buñuelos con miel.

—Toma una cucharada de esto, y lo que cenes esta noche a eso que quieres te sabrá—.

Y así fue dando a cada uno de sus seis hermanos sendas cucharadas de la mágica poción.

No bien el último de los seis había bebido, cuando sobre los ojos del primero cayó un profundo sueño; y así, uno a uno, los seis hermanos se fueron quedando dormidos sobre el mullido y fresco musgo.


Simón sacó entonces una bolsita de piel de cabra que la bruja le había dado, y, siguiendo en todo los instrucciones de la hechicera, se acercó al primero de sus hermanos que se había quedado dormido.

Bastó que Simón diera tres vueltas alrededor de su durmiente hermano, para que los ojos de éste abandonaran sus órbitas y rodaran suavemente sobre el musgo.

Simón recogió con todo cuidado los brillantes ojos de su hermano, y los depositó dentro de la bolsita de piel de cabra. La cerró luego esmeradamente, y fue a rodear tres veces a su segundo hermano, y así fue rodeando a uno por uno, hasta que llegó a tener en la bolsita los doce húmedos ojos de sus hermanos.

Corrió entonces ágilmente hasta la cumbre de la montaña, y al poco rato estaba ya de regreso, llamando a las puertas de su casa.

—¿Quién es?—, preguntó la madre, desde el interior.

—Simón, el mayor de tus hijos, que te traigo, a nombre mío y de mis hermanos, un hermoso regalo navideño.

—¿Y dónde están tus seis hermanos?

—¿Por qué, madre, me preguntas?: ¿soy acaso yo el cuidador de mis hermanos? Abreme pronto, para que te entregue tu regalo.

La Reina, sorprendida por las palabras de su hijo, que nunca antes le había respondido con tanta altanería, abrió, preocupada, la puerta.

Inmediatamente, Simón se arrojó a los brazos de ella, y le presentó el regalo navideño:

¡Un precioso brazalete, de doce diamantes, cuyo brillo iluminaba la oscuridad de la ya avanzada nochebuena!

Pero su madre no pudo mirarlo: hacía rato que sus ojos habían rodado fuera de sus órbitas, para perderse para siempre en la espesura del bosque.


Desde entonces, ya no se ha escuchado más el Himno de la Naturaleza, y Simón vaga día y noche, sin rumbo, por el desierto; mientras la bruja está feliz, porque logró llenar de oro su séptimo granero.


Y, colorín colorado,
que este cuento... ¿se ha acabado?


Nota: Artículo extraído del blog "Escritos que hoy quiero compartir", fechado al 17 de Diciembre del 2005.

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