¿Cómo dicen que era Jesucristo?

       Los Evangelistas, y la Iglesia primitiva en general, creían en Jesús como un ser sobrehumano. Esto los hizo poner de relieve los aspectos sobresalientes y casi despreciar los de la vida ordinaria. Jesús era el Mesías escatológico ‘el esperado para el fin del mundo, el Hijo de Dios, era un profeta o el más grande de todos los profetas. Lo que no se podía pone en duda era su poder en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo.

        Es prácticamente imposible escribir una vida de Jesús, porque los datos que tenemos son más bien testimonios de fe y a sus autores no les interesaba el aspecto estrictamente histórico. Actualmente lo que podemos describir con más certeza es el ambiente en que Jesús desarrolló su actividad y los efectos producidos en su contexto. Igualmente difícil y lleno de riesgos es describir la forma de ser interna o psicológica de Jesús, su forma de pensar, de sentir, de hablar, de actuar. Podernos dibujar una semblanza de Jesús con cuyos trazos fundamentales los Evangelistas estarían de acuerdo y, aunque el original haya sobrepasado el bosquejo, nuestras reflexiones se referirán a la realidad, aunque no pasen de ser una sombra.

        Jesús se manifestaba especialmente vinculado con el amor de Dios hacia los más necesitados, lo que llamamos ahora la misericordia de Dios. Igualmente estaba vinculado con la liberación del pueblo de Israel, con el momento presente como un tiempo de gracia, o sea la última oportunidad ofrecida por Dios a todos, y con la salvación integral del hombre y con el reino de Dios. Lo oyeron decir y lo vieron hacer cosas extraordinarias; discursos y milagros en cantidades industriales; llegó a ser prácticamente imposible averiguar si en algunos casos se trataba de fenómenos físicos extraordinarios, de milagros en el sentido estricto de la palabra, o de sugestiones y cambios interiores, como curaciones de endemoniados y locos, no menos extraordinarias.

       Lo que nadie niega es que Jesús tuvo un éxito impresionante. Llegó a enardecer y a unificar a la gente sencilla de casi todo el pueblo de Israel que como siempre era la mayoría, e incluso a muchos que ni siquiera eran creyentes o israelitas. Jesús era el circo, el cine, la televisión, el espectáculo de su tiempo. Muchos salían a verlo y lo seguían un poco. Sin comprometerse de ninguna manera con su persona, incluso hasta lo llegaron a tener por loco y por un endemoniado; otros creían que curaba por una especie de magia, y más de alguno pensaría que todo no pasaba de ser una mera sugestión.

       Jesús se manifestaba especialmente vinculado con el amor de Dios hacia los más necesitados, lo que llamamos ahora la misericordia de Dios. Igualmente estaba vinculado con la liberación del pueblo de Israel, con el momento presente como un tiempo de gracia, o sea la última oportunidad ofrecida por Dios a todos, y con la salvación integral del hombre y con el reino de Dios. Lo oyeron decir y lo vieron hacer cosas extraordinarias; discursos y milagros en cantidades industriales; llegó a ser prácticamente imposible averiguar si en algunos casos se trataba de fenómenos físicos extraordinarios, de milagros en el sentido estricto de la palabra, o de sugestiones y cambios interiores, como curaciones de endemoniados y locos, no menos extraordinarias.

       Lo que nadie niega es que Jesús tuvo un éxito impresionante. Llegó a enardecer y a unificar a la gente sencilla de casi todo el pueblo de Israel que como siempre era la mayoría, e incluso a muchos que ni siquiera eran creyentes o israelitas. Jesús era el circo, el cine, la televisión, el espectáculo de su tiempo. Muchos salían a verlo y lo seguían un poco. Sin comprometerse de ninguna manera con su persona, incluso hasta lo llegaron a tener por loco y por un endemoniado; otros creían que curaba por una especie de magia, y más de alguno pensaría que todo no pasaba de ser una mera sugestión.

       Al fin su éxito se convirtió en un peligro político y religioso para los hombres constituídos e cualquiera de los dos poderes.

       Es impresionante la forma como Jesús supo ganarse el corazón de sus contemporáneos particularmente de la gente del pueblo. Y aunque nunca hizo distinción de personas se dejaba seguir aun de aquéllos que podían volverse contra él. Habló de los valores de la vida, de los pobres o enfermos, hizo creer a la gente que hasta los ricos se podían salvar, a aquéllos que tienen su fe en el dinero- o en sus posesiones y no en Dios.

       Dada la dificultad de hacer historia trataremos de descubrir o imaginar el impacto personal que Jesús dejaba en sus oyentes. El amor que sigue suscitando en la gente que todavía lo ama aun sin haberlo conocido, es un eco del amor con que lo amaron los que lo conocieron.

       Jesús no tenía visiones. Era el más normal de los hombres, casi diríamos que en su tiempo no pasaba por ser más que el hijo del carpintero. Dios no le hablaba como alguien que estuviera fuera de él, Dios estaba en él, se sentía en él, y Jesús sacaba de su corazón todo lo que decía de Dios.

       No lo veía, pero lo oía en su interior, sin truenos ni zarzas ardiendo, sin tempestades ni sueños. La imaginación en Jesús es un recurso para hablar de la verdad. Para hablar de la verdad de forma que llegue a la gente sencilla, pero nunca ocupa el lugar de la verdad. El conocimiento más perfecto y sublime de Dios que ha existido entre todos los hombres de la humanidad ha sido el de Jesús. Jesús no trató de dar a los discípulos una filosofía, entendida ésta como un conjunto de verdades esotéricas. El mismo no tenía una filosofía armada, como Sócrates o cualquiera de los filósofos griegos. Ni tampoco se presentaba como un sabio. El no hacía a sus discípulos ningún razonamiento metodológico, ni los obligaba a seguir un orden pedagógico. No exigía de ellos ningún esfuerzo de atención, aunque fue tenido como maestro desde el principio, no predicaba sus opiniones, sin quererlo se predicaba a sí mismo.

       Jesús era un hombre muy seguro de sí y de sus propias ideas, tanto, que no se dio tanta importancia. Lo tremendamente original de Jesús, fue su humildad: el no haberse dado mucha importancia a sí mismo.

       Jesús hablaba de Dios con la mayor naturalidad. Dios no era para Jesús un amo fatal que manda lo que se le antoja, que condena cuando le agrada, que salva cuando le parece bien. El Dios de Jesús es ante todo un Padre que siempre quiere lo mejor para sus hijos.

       Los que andaban con Jesús no se sentían una secta, ni una escuela, pero sí se vivía ya entre ellos un espíritu común y profundo que los unía a El. Es indudable que Jesús tenía un carácter sumamente amable; y tal vez una apariencia que aun a los niños les resultaba atrayente y encantadora; fascinaba a niños, a adolescentes y a adultos. Sus pensamientos están ligados por cables invisibles a todos los hombres, y los enciende y los ilumina. Hay algo en el corazón de todos los hombres que los vincula a Jesucristo. Después de la resurrección y por el Espíritu Santo, llegamos a saber que es Jesús mismo el  ++++(¿comienzo?) y término de la acción continua del Padre.

       Nadie se escapaba a su mirada. Su profundo idealismo encontraba una gran resonancia en el corazón de cada uno de sus oyentes. Parecía haber venido a llenar el hueco que todos sentían por dentro. Era bueno mucho más allá de los extremos. Nunca la humanidad, ni en sus mejores exponentes, ha logrado llegar a esas marcas de bondad que él señaló. La fraternidad de los hombres, y la paternidad de Dios, y todas las consecuencias que de ello se seguían, las deducía Jesucristo de la forma más sencilla y con el más exquisito sentimiento.

       Hablaba de forma extraordinariamente fácil. Se adaptaba al auditorio según la capacidad de las gentes que lo oían, al lugar en que les hablaba y al número de personas que lo escuchaban. Sus expresiones eran claras, sencillas y profundas, aunque algunas veces resultaban tan personales y tan expresivas, que casi parecían un misterio o un enigma extraño. Sacaba del tesoro de su corazón cosas nuevas y cosas viejas.

       Algunas de esas máximas las presentaba como resumen de su vida; otras, procedían del Antiguo Testamento; algunas parecían proverbios repetidos con frecuencia. Todas reflejaban grandes horas de oración. Las máximas y los discursos morales que Jesús predicaba venían a poner de relieve el valor de los hombres y la trascendencia de sus acciones y no tenían el contexto de imperativos morales farisaicos. Guardaba la ley y enseñaba que se había de orar, pero con una tal naturalidad que se sentía liberado de ella.

       Enseñó y practicó casi todas las virtudes humanas sin hacer mística de ninguna de ellas. El pensar que el fin de los tiempos estaba por llegar le dio una luz inmensa que le hizo trascender todos los momentos de la historia. Es difícil pensar que todo eso que llamamos virtudes cristianas haya sido realmente predicado por Cristo; pero sí podemos afirmar que Jesús vivió tan profundamente la vida humana que todo lo que hay en ella de valores encontró en Jesús su máxima expresión. Jesús hablaba de tal manera que todo parecía nuevo en él. Y muchas de sus exigencias, nunca nadie antes que él, ni siquiera se había animado a proponerlas. La poesía, la unción y el amor que él mismo ponía en sus preceptos hacía que lo amaran a él más que al mismo precepto tomado como un principio de acción abstracta. El Evangelio no lo compuso un conjunto de doctrinas, sino el recuerdo y el amor a su persona. Repetía frecuentemente que se debía hacer más de lo que los antiguos sabios y profetas habían pedido. Prohibía toda palabra dura, todo juramento, desaprobaba la ley del talión, veía con malos ojos la usura. Enseñaba que había que perdonar indefinidamente. El motivo que justificaba todas esas acciones era siempre el mismo: “para que sean hijos del Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos. Porque si solamente aman a los que los aman, ¿qué mérito tendrán? Los publicanos hacen lo mismo. Si solamente abrazan a sus amigos (hermanos) ¿qué hacen de más? Los paganos hacen lo mismo. Sean perfectos corno el Padre celestial es perfecto”.

       Jesús no ostentaba ningún signo externo de ascetismo, se contentaba con buscar a Dios en lo secreto y en la vida ordinaria. Su profunda relación con Dios, nunca superada por ningún otro hombre, ni por los más grandes místicos, se resumía en una oración que él había compuesto con una serie de frases y peticiones sencillas que tal vez pertenecían ya a los deseos de la gente, casi seguramente pertenecían a su oración de cada día. Insistía en la idea de que el Padre celestial conoce mejor que nosotros lo que necesitamos y enjuaga nuestras lágrimas antes de que nosotros empecemos a llorar. Sólo la importancia de la comunicación con Dios justifica la expresión de nuestras necesidades, casi parece que en la mente de Jesús Dios se sintiera herido al pedirle tal o cual cosa. Para Jesús, Dios es el primer interesado en el bienestar completo del hombre.

       Lo maravilloso no era para él algo extraordinario; era más bien el estado normal. Lo sobrenatural con sus imposibilidades, con su noción más o menos exacta de naturaleza, no aparece sino hasta que la ciencia experimental trata de determinarla. Jesús es ajeno a toda idea que separe lo natural de lo sobrenatural, lo humano de lo divino, quizá sin saberlo, él es la expresión más exacta de la síntesis.

       Para ser discípulo de Jesús no era necesario firmar ningún formulario, ni confesar ninguna profesión de fe, sólo era necesaria una cosa: seguirlo y amarlo con toda el alma.

       La causa primera -y prácticamente única- del éxito de Jesús fue Jesús mismo y el amor. En un pueblo, las grandes cosas las hacen generalmente la gente común y corriente.

       Jesús, en primer lugar y luego el pueblo con sus enormes defectos, es el autor del movimiento más hermoso y desinteresado de que tenernos noticia en la historia. De parte de los discípulos y de la gente tuvo que haber cierta disposición para amar. Sin embargo, como sucede con frecuencia, los más grandes hombres de un país son aquellos a quienes condenan a muerte o a quienes acaban por desconocer.

       Jesús debía también su inmenso impacto en el corazón de los hombres al encanto de su persona y su palabra. Era inmensamente intuitivo. San Juan dice -le daba la impresión- de que prácticamente sabía la historia de todos los hombres. Lo cual es fácilmente inteligible en una persona intuitiva de inmenso sentido psicológico.

       La riqueza humana que tenía Jesús manifestaba su condición divina, Una mirada bastaba para convencer a una persona, o una frase que le recordara su pasado o que se refiriera a algún momento secreto del corazón. No es necesario pensar que Jesús conociera la vida entera de todos los hombres como si tu viera un inmenso archivo de curricula vitae, o de historias clínicas o como si tuviera en su corazón un arsenal de información secreta.

       Jesús vibraba con la naturaleza: una puesta de sol o una mañana, el lago o el desierto lo ponía en profunda contemplación. Su amor a la naturaleza le proporcionaba a cada instante imágenes expresivas y llenas de vida. Su predicación era alegre y optimista, repleta de la sencillez: de los campos tomaba las flores y de ellas tomaba las lecciones más sugestivas. Por su mente, su palabra y su oración pasaban los pajaritos del cielo, el mar, las montañas, el desierto, los juegos de los niños, el partir del pan de un papá para sus hijos. El mismo parecía como una flor en el desierto, o un lirio en el campo. Muy distinto a Juan el Bautista, a quien Jesús mismo comparó a una caña sacudida por el viento, y dijo de él que no era una cosa sin importancia.

       Siempre creyó y enseñó a creer que el fin del mundo estaba por llegar y con la resurrección quedó claro que nada es tan real para el hombre como juzgar de las personas y las cosas a la luz del fin. Jesús compuso algunas parábolas para que los hombres cayeran en la cuenta de que todo momento presente tenía trascendencia eterna, podía tener un gran significado para la realización eterna del hombre. Ningún personaje de la historia ha enseñado tanto al ser humano y a la humanidad como Jesús. El ser plenamente Dios desde el primer momento de su vida vinculó profundamente y para siempre todo momento humano con lo divino. En El la vida humana es la expresión más exacta y precisa de la vida divina. Jesús se manifestó plenamente Dios en su capacidad de vivir tan profundamente la vida humana, de tal manera que en él queda claro que la expresión más completa de Dios es lo humano, y que si hay razón para reconocer a Dios en una puesta de sol, en una flor, en el mar o en el desierto, mucha más razón hay para reconocerlo en el corazón de los hombres y en los sentimientos de entrega, de generosidad y de cariño.

       Jesús fue escandalosamente libre: no sólo en su manera de proceder, también en su forma de pensar. Se sintió absolutamente libre del sábado, y de la ley en general; puso toda la importancia en el corazón y las motivaciones. Los frutos de conversión brotarían del corazón convertido. La observancia de la ley por la ley e incluso la tradición por la tradición le repugnaba. Jesús quería una religiosidad (santidad) más pura, más verdadera, más profunda que lo más íntimo del corazón.

       El aspecto humano de Jesús se desprende con toda naturalidad y evidencia de los Evangelios, por más que en ellos se insista en aquellas cosas que sobrepasen lo puramente humano. Sin hacerlo notar, se cuenta cómo Jesús comía y bebía, y por lo tanto también pasaba hambre y sed, sentía cansancio después de una jornada y lo dominaba el sueño, también tomaba parte en las fiestas de su tiempo.

       Los sentimientos de compasión aparecen de muchas maneras, puede incluso intensificarse hasta hacerlo derramar lágrimas; es también espontáneo y cariñoso. Las manifestaciones de afecto sinceras y viriles le resultan totalmente ordinarias. Para pasar inadvertido es precisamente lo ordinario de un beso lo que Judas escoge para entregarlo en el momento de la pasión. La seriedad de los acontecimientos lo afecta también profundamente. Tan natural es lo humano para él como fue la muerte y la pasión. Se presentó con muestras de angustia y temblor, con sudor y soledad. La tristeza y la angustia hacen que su alma se sienta turbada hasta el punto de morir. Siente incluso el abandono, y la dificultad de comprender los acontecimientos. Esto supone una sensibilidad, no sólo capaz de impresionarse hasta llorar por la muerte de los demás, sino también la capacidad de vivir existencialmente su propia angustia y muerte. Lo profundamente humano de la condición de Jesús no limita su condición divina; es precisamente su condición divina lo que hace que Jesús pueda llegar más allá de todo límite humano. Su condición humana, más que ser el componente de un todo, es la expresión exacta de su condición divina, donde lo divino no se ve limitado por lo humano sino expresado en ello. La naturaleza humana de Jesús es la vida humana de Jesús y al afirmar en él la integridad de la naturaleza humana hay que afirmar la integridad y la plenitud de su vida. La naturaleza divina de Jesús es lo que procede del Padre y es la vida de Jesús con que empieza a vivir en la plenitud de los tiempos la vida humana.

       Jesús aparece como un niño especialmente dotado, sus conocimientos en materia de religión impresionan a los catequistas de su tiempo. El Evangelio habla también de la forma normal como fue desarrollándose, de su crecimiento en todos los aspectos de la sabiduría que se iba haciendo en él un conjunto de principios de acción que lo llevaban a actuar con la mayor naturalidad, y así también con la mayor naturalidad se iba ganando la benevolencia de sus compañeros, de sus vecinos, y el Evangelio dice que también la de Dios. Así como es propio del Padre el tenerlo todo desde el principio, así es propio del hombre, y del Hijo, el irse desarrollando y el ir creciendo. No habría que ver en esto una especie de adopción, como si Jesús hubiera llegado a conquistar un derecho que no tenía, o filiación divina como un premio. El ser plenamente un hombre más particularmente, un niño, fue la manifestación de su condición eterna de Hijo de Dios.

       Los Evangelistas, al describirnos a Jesús, lo presentan como un hombre noble, amable y ejemplar. En una gran autenticidad y coherencia entre lo que creía y lo que vivía. El, más que ninguno de sus discípulos, incluyendo a Natanael, fue un verdadero israelita en quien no había engaño. Difícilmente podríamos describir mejor a Jesús que con las palabras usadas por sus enemigos: “ Maestro, sabemos que eres sincero, y que enseñas el camino de Dios con franqueza, sin que te preocupe qué dirán, y que no haces distinción de personas ”.

       La actitud de fe y de confianza de Jesús le da una gran seguridad de sí mismo. Podríamos decir que cree en si mismo porque cree que Dios es su Padre. Aun en los momentos más difíciles no necesita pedir consejo a ninguna persona, ni siquiera a sus amigos más íntimos. Pero su seguridad no es autosuficiencia, es la manifestación de la confianza en su Padre.

       Jesús no se pone a negociar con nadie ni se echa atrás. No cede para adquirir un poco. No se cuida de las ideas y los deseos del pueblo ni tampoco de las teorías o de los prejuicios de las clases dirigentes. Cuando una buena parte de sus discípulos se le retira escandalizada, Jesús no da explicaciones ni trata de ganárselos. Se despreocupa también de la hostilidad creciente de los escribas y fariseos que sería el fermento del fracaso que lo llevaría a la cruz.

       Era amable, al grado de que los niños se le subían y le impedían hablar. Cuando quería, imponía respeto a todo mundo. Su forma varonil de proceder podía, en algunas ocasiones, parecer dura. Pero en realidad, era profundamente asequible, accesible y hasta cariñoso.

       Da a las mujeres un lugar inusitado en las costumbres de su pueblo, Acepta su afecto y su servicio. Se fía de ellas y entabla incluso amistad con algunas personas que podían hacer pensar mal de El. Jesús está totalmente consagrado al reino de los cielos, y, sin despreciar en lo más mínimo la vida de los hombres, nunca parece haber pensado siquiera en la posibilidad del matrimonio o de una familia. Era plenamente consciente de que la obra salvífica se completaba y se terminaba en El. Parecía que todo lo que Jesús tenía que heredar y toda la vida que podía dar a un hombre, se la daría a todos y a cada uno de los que lo aceptaran.

       Jesús tiene un carácter amable pero bien definido; sabe oponerse al pueblo entero que se reúne a comprar y vender como en un mercado en pleno templo; siente la ira como un celo divino, y lo impulsa a dar muestras indudables de disgusto y a limpiar por sí mismo el templo.

       Le gusta la amistad llana y sencilla y la cultiva. Así lo viven particularmente sus apóstoles, los discípulos, y aun aquellos que se alegran de verlo ocasionalmente. Jesús no hace distinción de personas, porque a todas les ofrece lo que tiene, lo que piensa y lo que es; pero en su corazón cada uno ocupa un lugar particular. Jesús se siente amigo aun de aquellos que abiertamente eran tenidos y se consideraban enemigos de Dios. Jesús esta de parte de los necesitados y principalmente de parte de aquellos cuya necesidad más grande es Dios mismo. Jesús enseña que Dios también los necesita, no para sí, sino por ellos. Acepta entre sus más fieles seguidores a un cobrador de impuestos, cuyo oficio, además de ser producción ++++ yo (¿?), era muy mal visto por sus contemporáneos.

       Jesús no dio mucha importancia a los acontecimientos políticos de su tiempo, y tal vez hasta estaba mal informado de ellos. Tampoco supo aprovechar las coyunturas oportunistas que su entorno le ofrecía. No fue un político, ni un demagogo. Las cosas que prometía le tocaba a Dios cumplirlas. Sabía que el hambre le afecta a Dios tanto como al hombre, porque Dios no está contento cuando el hombre sufre hambre.

       No sólo el exhibicionismo lo consideró una tentación, sino también el reducirlo todo al problema del sustento. Claro que reconoce la necesidad absoluta de comer y la parte que Dios tiene que ver en eso, y lo que tienen que ver los demás; pero quiere que quede perfectamente claro que los motivos para vivir son más importantes que la vida.

       Las convicciones de Jesús eran tan fuertes, su generosidad tan grande, su esperanza tan firme que la vida no le importaba gran cosa. La vida, su tiempo, su amor y su persona era lo que Jesús tenía para entregar. Y todo lo dio sin límites ni recompensa.

       El dinero era para Jesús como un ídolo, una especie de Dios falso, o como un tirano que puede esclavizar al hombre. Jesús fue profundamente libre ante el dinero: lo recibía, lo conservaba, lo estimaba y lo gastaba. Hizo muchas parábolas que tenían que ver con la administración y la economía de su tiempo. Con el dinero se podían remediar necesidades ajenas y así hacer un tesoro en el cielo.

       Para Jesús lo terreno era un valor si se miraba a la luz de la vida eterna, más que un peligro. El peligro era proporcional a la medida en que el hombre se quedara en lo terreno.

       Las parábolas y comparaciones de Jesús rebelan su amor a lo ordinario, a la naturaleza, a la vida. Se fija en los detalles, es poeta sin hacer versos, distingue el pensamiento de la palabra y la utiliza de forma estética, elegante, e irónica si hace falta.

       No cabe duda que Jesús era un hombre especialmente inteligente y audaz. Su inteligencia se manifestaba en su capacidad de distinguir, de asociar, de relacionar. Era capaz de hacer una síntesis perfecta tanto corno de llegar hasta lo último en su análisis. Sabía distinguir el grano de la cascarilla, lo esencial de lo accidental, la apariencia de la realidad. Sabía que las cosas valen, no por el brillo o por lo que pesan y miden, sino que tienen una realidad más profunda que expresa el amor de Dios para quien tiene ojos y cierta capacidad para valorarla. El conjunto de todas sus cualidades lo hizo ser un hombre extraordinariamente original.

       Jesús no era propiamente un pensador. Jesús fue más genial que todos los filósofos y sabios, porque pensó en el hombre en una relación más profunda con Dios que la revelada en los primeros capítulos del Génesis. Jesús tuvo ideas geniales sobre el hombre, sobre Dios y sobre el mundo.

       Jesús no pensó mucho en sí mismo, ni su existencia fue para él un problema; más bien se captaba a sí mismo como una solución al problema de las relaciones humanas, y como el pregonero del tiempo de Dios.

       Jesús daba la impresión de ser un hombre siempre inspirado. Sabía cómo actuar y tenía la palabra oportuna en la boca. Bien metido en sus circunstancias, parecía estar contemplando un mundo diverso; casi ideal. En este aspecto superó a Moisés que pensaba en la tierra prometida.

       La inspiración lo llevaba siempre a una actitud más honda que trascendía lo concreto e inmediato. “Si te insisten a caminar un kilómetro, camina dos; si te piden prestada la túnica, ofréceles también el manto ”. Más que un solista en un concierto, estaba totalmente consagrado a lo que hacia. Su inspiración lo llevaba a utilizar todos los medios y recursos con la mayor naturalidad. Algunos opinaban que su inspiración se debía al espíritu de Dios, que llevaba en su plenitud; otros, que era un espíritu maligno o el mismo demonio. Ante lo que Jesús hacía se daban con frecuencia opiniones diversas, algunas contradictorias. Pero Jesús nunca quiso imponerse a nadie, dijo sencillamente que los hombres estarían con él o contra él.

       Juan Bautista y sus discípulos se sintieron desde el primer momento impresionados por el espíritu que reposaba sobre Jesús. Esto lo experimentaban siempre, pero particularmente después de un sermón, o de algún milagro o de una plática personal. Sentían la sensación de estar ante lo sagrado, ante lo maravilloso y único. Este magnetismo, esa fuerza de curación o esa sabiduría, la sentían a su alrededor como una atmósfera: incluso su manto o su túnica parecían conservar, retener o dar algo de lo que Jesús tenía. El espíritu de Jesús le daba una tal autoridad que lo distinguía de los escribas y fariseos; que lo hacía hablar con una convicción tan profunda, que no parecía sacada de libros o de estudios, sino de una vivencia personal. Después de la resurrección este efecto numinoso de Jesús es más notable todavía y para entonces los apóstoles y todos los discípulos ya podrán tener una idea más clara del eterno significado de la condición humana de Jesús.

       En Jesús lo humano llegó a su punto máximo de apertura a Dios, y en Jesús también Dios llegó a llenar perfectamente la vida humana. Jesús es el punto de contacto entre Dios y los hombres. Es el cordón umbilical entre el cielo y la tierra. Es el único camino por el que Dios puede entrar al corazón de los hombres, y por eso, también, es el único punto de contacto del hombre con Dios. Solamente existe una forma de entrar en comunión con Dios, aquélla que Dios ha utilizado para entrar en comunión con el hombre. La condición divina de Jesús se manifiesta en la profundidad en que vive la vida humana. A Jesús no se le puede medir con ninguna medida externa. El es el criterio de humanidad.

       La historia y la forma de ser que puede captar una fotografía o el cine, tratándose de Jesús, ha escapado para siempre de nuestro alcance. Actualmente a Jesús se le puede conocer solamente con los Evangelios y con el corazón. Tratándose de Jesús, todo mundo puede descubrir algo que nadie antes había descubierto. Ninguna forma de seguir a Jesucristo es la única. Todo mundo está llamado a seguirlo de forma creativa. Lo importante es la persona de Jesús a quien se sigue, más que el camino por el que va. Llega a ser más importante la persona de Jesús que lo que dice y lo que hace. Lo que dijo e hizo respondía a circunstancias particulares de su tiempo. Lo que es y lo que fue pertenece a todos los hombres. Es importante por otra parte no separar lo que Jesús dijo de Jesús mismo, porque entonces resulta un mensaje despersonalizado; ni tampoco se debe separar lo que Jesús hizo de lo que fue, porque entonces resultan acciones insignificantes.

       El camino espiritual del cristiano está marcado por Jesús solamente y por lo que él va inspirando a cada uno de los que creen en él. Su ejemplo es una norma de acción y un principio que debe inspirar y regular nuestras propias acciones. Los santos y los caminos que ellos enseñan son una ayuda en la vida de los hombres, pero en realidad no son importantes aunque se llamen Padre Ignacio, Hermano Francisco o Santo Domingo. San Pablo dice en sus epístolas que lo importante es “tener los sentimientos que tuvo Cristo ”, y a sus cristianos les dice: “Sean imitadores míos, en la medida en que yo lo soy de Jesucristo. ”

       El camino, el proyecto y el plan de trabajo espiritual es el conocimiento interno de Jesucristo en el sentir y la fe de la Iglesia, para más amarlo, seguirlo y servirlo en los demás. Esto es una mina de inspiración afectiva que hará efectivo el amor que cada persona logre ofrecerle. Ayudará a cada quién a ser único en la vida y le dictará en cada momento lo más conveniente. Declarará el mal y sugerirá el bien que hay que hacer. Convencerá a cada uno de que realmente “donde existe el amor no hay lugar al temor”.

FxsI

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