Mi Evangelio

     
       Sin saber con precisión ni el cómo ni el por qué, avanzaba yo íntegrado en una marcha o peregrinación, a través de parajes desiertos, entre arenas, rocas y cactáceas. El río humano se movía a paso acompasado y lento.
       Era el río de los desharrapados, el río del desperdicio humano: ladrones, drogadictos, prostitutas, traficantes, cholos, borrachos, indígenas, madres solteras, vaquetones de barrio... Un río despreciado y solidario, pecador y creyente, que expresaba su vaguísima esperanza en la monotonía desentonada de su único canto a gritos repetido:
       Desde el Cielo una hermosa mañana
       la Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac.

       Este clamor esperanzado, mezclado con aromas de sudor, de alcohol, de orines y de marihuana, penetraba la bóveda azul y luminosa, y entraba al corazón tierno de Papá, quien sonreía, con la mirada humedecida.
       El interminable río iba virtiendo su contenido humano (o infrahumano) en algo así como un tiradero de basura, en el que en asquerosa y maloliente promiscuidad hervía un mar de brazos, piernas, cabezas y cuerpos desnudos. De vez en cuando, una motoconformadora enorme removía aquel mar de desperdicios, y lograba opacar la monótona esperanza:
       La Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac.
       En una de esas removidas, sentí que un cuerpo masculino se adhería al mío, y me abrazaba fuertemente. Como quien siente que se sofoca y que se ahoga, instintivamente traté de soltarme, y aun de arrancar de él a otro, a quien él también se aferraba. Me apretó más, aun lastimándome, y no me fue posible soltarme; ni soltó él al otro a quien tenía abrazado.
       Calmada la agitación, nuestros rostros quedaron frente a frente. Al tiempo que reconocí su mirada y su sonrisa --hacía pocos días había estado yo en su casa, en el Rancho de la Flor--, estando aún estrechados nuestros pechos, oí en mi corazón una voz que en el suyo le decía:
       Te quiero un chíngo, m'Hijo; y estoy orgulloso de ser yo tu Jefe.
       Quise decirle algo; no sé ni qué. Pero me fue imposible: ya se me había perdido entre los cerros de basura humana.
       Entonces le grité, seguro de que me escuchaba:
       Así te quiero más, Jesús: Anónimo, y puesto totalmente con nosotros.
       Los ecos de mi grito se confundieron en la monotonía de aquella fe pecadora, que, constante, se seguía escuchando:
       La Guadalupana, la Guadalupana, la Guadalupana bajo al Tepeyac.
       Dos o tres años después, un miércoles por la noche, bajo luna casi llena, volví con mi hermano a aquel sitio, para enfrentarme con Jesús: para pedirle cuentas, y exigirle una respuesta:
       Te oímos, Jesús, en la sinagoga de tu pueblo, y, meses más tarde, en la Montaña; ¡Qué hermoso platicas de tu Papá y de sus sentimientos, sus planes y regalos; pero cómo son falsas tus palabras!.
       Jesús, ante aquel basurero que seguía cantando la Guadalupana, tuvo que quedarse callado. Se le veía triste, nervioso, preocupado. Como muchas otras noches, se retiró un poco de nosotros.
      
       Ya para dormirnos, hice mi oración nocturna:
       Ya no confío en tí, Papá; pero no importa: ¡tú sí confías en mí! Dame un beso.
       Papá me dio su beso, y tranquilizó mi corazón. Con ese beso suyo respondió a todas mis preguntas.

       Al otro día, jueves, Jesús nos invitó a cenar. Desde allí, en la cena, y a lo largo del día siguiente, viernes, fue él respondiendo, una a una, a todas mis interrogantes.

       Y a partir del tercer día, y hasta hoy, y para siempre, está conmigo y con mi hermano, para que llevemos a todos la verdad del beso de Papá..; beso que Papá nos dio antes, en el tiradero de basura, perdidos en el desperdicio humano, cuando él puso a su Hijo con nosotros.


FxsI
Puente Grande, Jal., 1º de febrero de 1989.

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario