El hombre de los mundos

El hombre de los mundos

A FxsI,
en el primer aniversario
de su llegada a la morada eterna de Papá

Busqué a los jesuitas donde me dijeron que tenían su casa en Hermosillo.
Muchas cosas me dijeron sobre ellos: que por su formación académica y experiencial eran antropólogos, que eran buenos para tomar tequila, que de todas partes los corrían, que eran buenos profesores en las universidades y que no tenían lo espiritual de los franciscanos pero sí un fuerte compromiso social, siempre cerca de los más pobres. “¿Qué tienen esos jesuitas que de todas partes los corren?” me preguntaba a mí mismo, y más se acrecentaba mi curiosidad por conocerlos.

 Un domingo por la mañana me armé de valor y fui al Centro Cultural Universitario, en la avenida Rosales, frente a la Universidad de Sonora, para asistir a una misa de los jesuitas. Ahí conocí a Félix Palencia.

Fue una misa fuera de lo común, en algo que no había participado ni visto antes: éramos pocas personas sentadas en círculo; el altar, que era una mesa de plástico cubierta con un mantel, estaba al centro; no hubo consagración –que yo recuerde- pero todos comulgamos con hostias y vino, y las ofrendas me daban la impresión que también eran parte de la comunión: dos pasteles, varios refrescos, varios aperitivos para comer al final de la misa; una señora era la que leía el Evangelio y el padre, en una sotana raída, fumaba holgadamente todo el tiempo. Todos hablaban, compartían de su día a día o de las lecturas de la liturgia, y el padre también decía algo al respecto, no sé si a manera de homilía.

En la convivencia después de misa me acerqué al padre para pedirle una cita y platicar con él. Le dije que estaba interesado en hacer un simposio sobre Eusebio Kino en mi universidad, y que me gustaría que él, jesuita, participase.
Su respuesta fue afirmativa, como la de alguien que tiene tiempo de sobra para hacer una conferencia sobre Kino. Me llamó mucho la atención que se expresaba de Kino y de Ignacio de Loyola como si los conociera de toda la vida, como si hubiese platicado con ellos un par de días atrás.

Félix, pues, me convidó a su casa y me pidió que no le dijera “padre”, sino Félix:
“Mi mamá me puso el nombre de Félix cuando me bautizó. Así que no me llamo padre, me llamo Félix; dime Félix y háblame de ”. A esa charla siguió otra más y me volví a armar de valor para decirle que tenía interés en ser jesuita.
Le dio mucho gusto, y su espontánea reacción fue decir: “¡Lo sabía, lo sabía...!”.
Y unos minutos después, al darle mis argumentos de por qué quería ser padre jesuita y no padre en otro carisma religioso, me dijo con cigarro en mano:
“Tú lo que quieres es que no digan que eres un pendejo”, y me solté a reír, porque me sentí desenmascarado.

Así se ha de haber sentido Pedro, cuando después de emocionar a Jesús con sus palabras en la revelación del Padre al llamarle Cristo, hijo de Dios vivo, se sucede que Jesús lo llama, unos minutos después, Satanás. A mí, Félix, no me llamó Satanás, pero sí pendejo. Fue un momento muy sanador.

Félix era un jesuita de varios mundos: el mundo intelectual, el de las ideas, del pensamiento lógico-estructurado, las matemáticas, la física, la historia, la filosofía, el latín, el francés, el castellano, de Lope, Zorrilla, Alarcón, Molière, Racine, Cervantes y Shakespeare.

El mundo del trabajo manual, de ese que facilita la vida; el del ingenio, de la solución de pequeños problemas pero que dan grandes resultados prácticos en lo cotidiano: la electricidad, la plomería, la informática, el tendedero de ropa con el cable de plástico de teléfonos que desechó quién sabe quién, el llavero de cuchara para comer en el tutelar “porque yo no me voy a hartar de tortillas como lo hacen los morros, yo ya no tengo edad para eso”; el timbre de campana hecho con el resorte del reloj de pared que ya no servía “y mejor darle un buen uso al resorte, porque todavía está bueno: de que se vaya a la basura a darle un buen uso, mejor darle un buen uso”; la fuente de agua para la imagen de la jefita de Guadalupe hecha con el motorcito de la licuadora.

El mundo culto, de Paganini, Chopin, Mozart, Zeffirelli, Bergman, Fellini, Paz, Rivera, Clemente Orozco. El mundo filosófico y teológico, de Leon-Dufour, Teilhard de Chardin, de Certeau, Daniélou, Aristóteles, Platón, Lonergan, Marx, Hegel, Descartes, “Ellacuría no, porque se volvió famoso: no me gusta acercarme a los que andan de moda”.

El mundo carcelario, el de las malas palabras, los cholos, los marihuanos, los homicidas, los tatuados; esperar “el toro” para comer con la raza; los que se acercan solamente para pedir cigarros “pero a veces no les doy”; el morro que robó un desodorante en la farmacia y es compañero de celda de un narcotraficante; los albures; el jesuita que espera solo, sentado, a que llegue alguien que quiera ser escuchado; los saludos al vuelo: “¡qui’hubo, padre!”. Y la respuesta auténtica: “¡Qui’hubo, cabrón!”.

El mundo de la Compañía de Jesús, los santos, los pobres, los letrados; las fechas importantes: la fundación, la supresión, la restauración; de cuando los jesuitas llegaron a México “y qué bueno que no nos achacaron que tuvimos algo que ver con la Revolución Francesa”, “las constituciones, ¿sirven de algo?: Francisco Xavier nunca las leyó y fue tan jesuita como cualquier otro jesuita”; “Ignacio colocó un orden para los Ejercicios Espirituales, pero yo creo que habría estado mejor si lo hubiera colocado de otra manera, porque la Contemplación para Alcanzar Amor ya está todo el tiempo en la vida, entonces mejor comenzar con la Segunda Semana y luego pasar a la Contemplación para Alcanzar Amor, después a la Cuarta Semana y regresas a la Segunda antes de irte a la Primera, con el Principio y Fundamento…”.
Y entonces uno pensaba, mientras asentía con un movimiento de cabeza: “Espérate, Félix…sí te doy la razón, pero vete más despacio para poder entenderte…”.

Mi experiencia de los jesuitas –si se le podía llamar experiencia- era muy romántica. Conocía por los libros de historia de Sonora algunas cosas sobre los padres Campos, Saeta, Pérez de Rivas, Nentvig y Kino. Después de conocer a Félix y de acompañarlo una Semana Santa en el tutelar de menores, el romanticismo por la Compañía de Jesús se diluyó, y me llegó un atisbo fuerte de realidad: de que Dios se me manifestaba en las personas, en los más sencillos, en las cosas más ordinarias, de las que se viven sin el mayor esfuerzo y son gratuitas.
“Ya conociste el cielo”, me dijo, cuando salimos de la cárcel.

En aquel momento que lo visité por primera vez en su casa –y en aquella misa-, aunque nunca antes había estado en ella, sentí que tenía algo de familiar.
Los libros en el librero, su escritorio, la cocina, las ventanas, el patio, el árbol del patio, lo rústico. Sentí que estaba con un sonorense, con alguien de mi familia, con alguien que estaba ahí en ese momento y en ese lugar para mí, para que yo pudiera llegar y preguntarle y encontrar respuestas a mis dudas. Al entrar por la puerta de su casa, cuando vi todo eso, al sentarme con él para platicar y escucharlo y verlo, todo lo que yo buscaba de la Compañía de Jesús lo encontré en él: todo lo que yo imaginaba e idealizaba, todo lo que yo pensaba y creía y me decía a mí mismo de los jesuitas lo encontré en Félix: un hombre muy inteligente, muy pobre, con alto sentido crítico de la realidad, libre y pensador libre, sabio, con olor a Evangelio, amigo de Dios, lúcido, transmitía esperanza, daban ganas de conocerlo más y de imitarlo.

Alcancé a decírselo y también alcancé a decirle que en mi encuentro con él, cuando lo conocí, tuve la convicción de que todos aquellos jesuitas del siglo XVII y XVIII, de los que yo había leído en la historia de Sonora, que habían fundado misiones y dado desarrollo y gramática a las actividades y lenguas indígenas de yaquis, mayos y pimas, y él, este jesuita de hoy, en siglo XXI, eran los mismos.

Su presencia en Hermosillo fue un regalo para quienes lo conocimos: “Estaba en el CERESO II de Sonora y llegó Ulises de visita para celebrar una misa con los internos. Él estaba muy enfermo, en silla de ruedas. Al final de la misa me esforcé muchísimo para que me identificaran con Ulises, que toda la raza viera que yo también era cura, pues. Me acerqué con él y lo saludé con toda propiedad, y yo mismo lo empujé en la silla de ruedas hasta la salida. Y en el camino los internos me iban saludando y yo iba respondiendo:

    -‘¡Ésele, Félix!’
    - ‘¡Qué onda, carnal!’

 “Y otro:

    -‘¡Pinchi Félix, necesito que me hagas un paro, cabrón!’
    -‘¡Simón, güey! ¡Yo te aliviano, pero déjame llevar a este compa a la salida!
     ¡Al rato vuelvo!’.
“Y uno más:
    -‘¡No mames, pinchi Félix, no te vayas a ir! Yo voy a servirte el toro’.
    -‘¡Fierro, cabrón! Dejo a este carnal afuera y me regreso. Vi que van a
       dar bistec, el toro va a estar chingón ahora’.

“Entonces, en el camino, Ulises gira la cabeza, sentado en su silla de ruedas, para verme, y me dice: ‘No cabe duda de que este es tu lugar’”.
La presencia de Félix era confrontante, y ser su amigo implicaba estar dispuesto a vivirlo a él en los binomios de su personalidad: la misericordia y la aversión, la inteligencia y el disparate, la inclusión que casi te hace romper tu identidad, tanta libertad que parece que te orilla a perder la tuya. El mundo de Félix, pues, era el del límite para vivir el Reino de Dios. Su mundo era el mundo de Papá, en quien sabía tenía puesta toda su confianza, para amar y servir a los más pobres, a los más jodidos, como le encantaba decir. Y era ya difícil separarte de él, porque sería muy complicado encontrar otro amigo igual, que te animara, en su confrontación, a ser tú mismo y a unirte a un ideal tan alto como el que él estaba viviendo: un compañero de Jesús que estaba en el mundo sin ser del mundo.

Juan Pablo Gil Salazar, S.J.
19 de julio de 2016
Fortaleza, Ceará, Brasil

No hay comentarios.:

Publicar un comentario