El síndrome de Emaús

(devaneo inspirado en algunos libros antiguos)
[fpg y rgt / diciembre de 199512]

Celia es una vieja amiga. Desde que nos conocimos, nunca he dudado de su amistad, y por lo mismo, tampoco de su deseo de procurarme el mayor bien posible, a veces aunque ni siquiera esté a su alcance. Desde entonces he sentido la seguridad de que cuento con ella y creo que ella siente eso mismo hacia mí. Nos tenemos una gran confianza mutua y, en suma, es para mí lo que se llama, en el sentido fuerte de la expresión, una amiga incondicional.

Hace unas semanas, recibí una llamada de Celia, desde Guadalajara, donde ella vive. Me invitaba a un lugar apartado, en el estado de Hidalgo, por mal nombre conocido como Arroyo Seco, a ver a un sujeto al que, según le contaron, le llaman el "Chamán de Chamanes" y que, según los díceres, les devuelve la salud a los enfermos del cuerpo y del alma.

 Me llamó la atención que me hiciera tal invitación, dado mi escepticismo visceral respecto a tales extravagancias, y la forma en que me invitó, pues hablaba como quien de veras creyera en las facultades de aquel supuesto curandero. Obviamente no creí que ese tipo me pudiera ayudar a curarme de mi mal.
Mi mal es una pérdida creciente de motivación en el trabajo. Alguno podría replicar que ésa no es una enfermedad, pero para mí lo es, y como estoy convencido de que lo es, pues por lo menos si ésa no lo es, la hipocondría sí que lo es, pues según los que dicen que saben de la materia, está bien tipificada como una enfermedad psicológica.

De modo que mi respuesta a Celia fue sencillamente que no creía en tal hombre. Se lo dije así, directamente y sin preámbulos, tomándome la libertad del caso para responderle a una amiga tan cercana. Sabía que la podía contrariar, pero acepté correr ese pequeño riesgo.
Ella, sin embargo, en vez de molestarse volvió a insistirme en ir a ver al tal Chamán, pues según lo que cuentan de él, estaba segura de que me podía ayudar.

 Por pura y simple amistad tomé su insistencia como un gesto bien intencionado de su parte. Dada mi habitual torpeza para expresar el cariño, en comparación con su extroversión innata, además que con ella tengo pocas oportunidades para hacerlo, siento una especie de deuda con ella en este aspecto, así que me quedé pensando un instante, antes de responderle. Ella, dotada de ese agudo instinto femenino para aprovechar este tipo de coyunturas, remató en ese mismo momento con que al fin y al cabo no sería cosa más que de ir y volver el mismo día, que ella se encargaría de preparar la comida, que tomara el viaje como un paseo para convivir, y no recuerdo qué otro de esos ardides que lo acaban siempre desarmando a uno y haciéndolo traicionar su postura inicial, que ingenuamente creía más firme que un roble.

Nos encontramos al día siguiente, muy de mañana. Ella llegaba de su tierra, para encontrarnos en la Central del Norte y de allí tomar el camión hacia el lugar del paseo. La terminal se encontraba poblada a su nivel normal, es decir repleta. Conseguimos los boletos que ella indagó donde se vendían, pues yo no pensaba mover un solo dedo para ir a exhibir mis miserias ante quien imaginaba no era más que un charlatán, o a lo más uno de esos parasicólogos o médiums, a quienes ubico en un mismo conjunto de timadores de incautos.

En eso me entretenía pensando, cuando me vi ya sentado junto a Celia, en un camión tan denso de gente como la terminal. Ella me hizo caer en la cuenta de que había sido una suerte –para ella, pensé– haber podido conseguir lugar para los dos, y recuerdo que sentí cierto escrúpulo de dejar de pie a alguna anciana o mamá embarazada o con niño en brazos, como suele suceder en estos casos, y más en los camiones que llaman "guajoloteros", destinados irremediablemente a los pobres, en parte porque ya están acostumbrados a sufrir también durante sus viajes.

Después de esperar lo suficiente para no perder la costumbre de salir tarde, arrancó pesadamente el camión. Mientras yo me iba haciendo el ánimo de no amargarme el día, repitiéndome que no había sido tanto como una pendejada haber cedido tan descaradamente al deseo de mi amiga, porque el viaje al menos me daba la oportunidad de platicar largo con ella, cosa que –me repetía para convencerme– debía valorar, puesto que tenía años sin verla y por el hecho de vivir tan apartados.

Fue así que me entregué a la plática, y ella, que tampoco le halla a eso del cotorreo de largo metraje, pues ya sabrás. Tan absortos íbamos que ni nos acordamos de las muchas incomodidades del viaje y desde el principio nos adentramos en cuestiones muy personales de cada uno. Creo que las multitudes deefeñas invitan a tocar nuestras intimidades, porque siendo ambientes tan públicamente anónimos, curiosamente invitan a la privacidad, sin necesidad siquiera de bajar la voz, pues uno se suele decir, con algo de ingenuidad: ¿qué importa que oigan quienes en la vida volveremos a ver?

Como te decía por teléfono –exclamó ella, sacándome de mis cavilaciones–, esta onda vale la pena. No sé que otras razones me dio en ese sentido, pero que es mejor agrupar aquí en un etcétera, porque además no las podría repetir, puesto que traté en vano de escuchárselas, esforzándome inútilmente por vencer mi resistencia al tema por el puro cariño que le tengo. La única que se me quedó fue aquélla de: "oye nomás a los que van junto a nosotros", me dijo por lo bajo, "casi todos van también a ver al Chamán, ya corrió la noticia Dios sabe hasta dónde y me imagino que aquello va a estar a reventar".

Recuerdo que dijo eso, porque de inmediato sentí un fuerte impulso a gritar: ¡¿sabes qué? yo me regreso en este mismo instante, me cai!, pero sólo mascullé: para turbamultas me bastan y me sobran las del D.F. Me contuve de decir más para evitar hacer sentir mal a Celia. Me descubrí de nuevo haciendo depender mi conducta de ella. ¡Carajo!, me dije: a ver si ese pseudochamán me quita al menos esta enfermedad de estar siempre tratando de evitarle a los demás posibles molestias por mis reacciones, que en realidad han de ser más producto de mi imaginación que otra cosa.

Lo que recuerdo mejor es que la plática fluyó en un tono muy agradable a lo largo del viaje. Del contenido sólo retengo algunos retazos. Le pregunté que podría ser lo que más quisiera que le sucediera en su vida. Me respondió que tenerme siempre muy presente. Que cuando nos tuviéramos que despedir me pudiera seguir sintiendo tan cerca como en los momentos en que nos hallábamos codo a codo.

Yo llevaba puesto un viejo suéter café, de botones y cuello en V, con la inicial de mi nombre en la parte superior izquierda del frente, al estilo de las chamarras colegiales, y más abajo, a ambos lados un par de patitos tejidos, como los que suelen adornar las prendas infantiles. Era un regalo de otra amiga, también de Guadalajara, que usaba porque tenía para mí valor sentimental, y porque mucha de la ropa que uso es regalada.

Celia me preguntó: —¿quién te dio ese suéter?— Yo: —una amiga—. Y ella: —¿tú crees que se molestaría si me lo regalaras—? Y yo, –para ahuyentar su posible inhibición– le contesté, mientras me lo quitaba para entregárselo: —dártelo no puedo, porque es un regalo que aprecio, pero te lo puedo prestar por tiempo indefinido—.

Me quedó ese hecho en la memoria porque hubo un detalle muy llamativo que me dejó pensando: se trataba de un suéter muy viejo y maltratado, que aun había perdido su forma original y hasta se notaba desteñido. Tenía además dos tonos distintos de color café, porque había sido tejido con saldos de estambre. Para colmo no le faltaban algunos cabos sueltos, señal de que se había atorado en algún alambre o rama sin darme cuenta, y por último completaba el estado deplorable de la prenda el que no recordaba el último año en que tuvo la suerte de encontrarse con el agua y el jabón.

El desdichado suéter tenía una sola virtud: la de dejar al descubierto la viveza del sentimiento de Celia hacia mí. No le podía importar el suéter para cubrirse del frío, porque además ya a esas horas hacía calor, sino que a aquel despreciable objeto no le quedaba otra misión más que ser el símbolo que le permitiría tenerme presente durante mi ausencia.

En el diálogo que tuvimos a lo largo del viaje, lo que más me llamó la atención fue el gran interés que ella ponía en mis palabras, como quien quisiera decirme cuánto me quería desde la forma misma en que atendía a mis labios y a mis gestos.

Tengo muy grabado el sentimiento de halago que me provocó tal atención, por lo cual a mi vez me sentí estimulado a abrirme totalmente con ella y hablarle de lo que fuera, francamente el tema era lo de menos, con tal de conjurar la soledad con nuestra comunicación, de seguir oyendo su voz, que no era otra sino la mismísima voz de la compañía y de acurrucar nuestras almas en el cálido regazo de aquella conversación. El viaje ya podía alargarse todo lo que quisiera, nosotros flotábamos en una dimensión en la que el tiempo simplemente perece detenerse.

Entonces me fue brotando del pecho un solo sentimiento, pero de manera tumultuosa, incontenible: el agradecimiento. Y tengo presente que le dije esto que sentía cada vez que en la plática venía a cuento, y a veces aunque no viniera. Mostrar el agradecimiento ha sido uno de esos actos acertados que a uno le dejan la sensación de que al menos por haberlos realizado, se siente uno capaz de aceptar todo el caudal de errores cometidos por uno mismo a lo largo de la vida, incluyendo los que aun le faltan por cometer.

La tirada obvia de expresarle mi agradecimiento era sencillamente que no le quedara la menor duda de ese mi sentir hacia ella. Tal expresión cobraba de pronto una extraña importancia. Fue cuando empecé a entender que lo cotidiano de la convivencia puede llegar a ser muy importante, que detalles como ese van llenando nuestra vida de sentido, más aún, que nuestra vida se va haciendo casi únicamente de detalles.

Y es que tenía mucho que agradecerle, vaya, el solo hecho de hacerme sentir tan seguro de su amistad, o el más pragmático de haberme hecho tan corto el viaje.

Realmente no me di cuenta cuándo fueron pasando cada una de las tres horas desde que salimos, otras veces tan enfadosamente interminables. Ya estábamos llegando a nuestro destino cuando vi el reloj.

Llegamos al lugar, que no alcanzaba el nombre de pueblo, pues más parecía un caserío rural. Sin embargo, había mucho movimiento de gente, misma que en su mayoría era parte de la romería que se disponía a caminar hasta Arroyo Seco, a buscar al tal Chamán.

Al avanzar unas cuadras, vimos cómo se agregaba más y más gente a la ya nutrida peregrinación, desde distintos rumbos, como afluentes que engruesaban aquel río humano, cuyo caudal crecía amenazando desbordar los límites del camino de terracería.

Nosotros íbamos hacia la parte de atrás, avanzábamos en parte por nuestro propio pie, y en parte llevados por aquel tumulto, levantando nubes de polvo al caminar y en momentos estorbándonos sin querer unos a otros.

Era notorio que la gran mayoría era muy pobre. Bastaba ver su ropa raída, sus huaraches y su piel curtida. A la media hora de caminar bajo aquel sol abrasador, ya olíamos todos a ganado. Ibamos personas de todas las edades y portes, unos visiblemente enfermos, otros aparentemente sanos, pero sin duda como yo, con algún mal interno, de esos que van carcomiendo la felicidad y la paz interior, quién sabe si más rápidamente que las mismas dolencias físicas.

Me acuerdo que durante ese trayecto de pronto volteé a ver a Celia, y la noté apenada. Sabía que lo estaba porque es notorio cómo en esa situación rebusca las palabras para tratar de evitarle al otro un sobresalto y rehúye un poco la mirada para no ser descubierta. A pregunta expresa admitió su pena, la cual obedecía a que yo pudiera sentirme mal por creerme objeto de su lástima por cierta minusvalidez, semejante a la de los lisiados o enfermos mentales con los que nos mezclábamos en ese penoso peregrinar hacia la tierra prometida.

Confieso que en vez de causarme malestar, me enterneció mucho observar su cara sonrojada. Hasta dónde llegaría su cariño, que le preocupaba la sola idea de poderme causar una molestia en su afán de ayudarme.

Por toda reacción sólo atine a besarla en la mejilla. Fue la mejor manera de decirle cuánto bien me hacía esa enorme caricia en que se convertía para mí toda su persona.

Ya para llegar a nuestro destino, sentimos que la caravana se frenaba intempestivamente. Al levantar la vista, nos quedamos fríos, a pesar de aquel calor de mediodía. Frente a nosotros, colgada de las ramas de dos robustos pirules, ondeaba una gran manta blanca escrita con letras negras, pintadas con notorio descuido e improvisación. El letrero nos informaba que el Chamán de Chamanes había sido detenido, y se disculpaba por frustrar nuestro viaje.

Los pobladores del lugar nos precisaron luego que la policía rural se había llevado preso al Chamán, acusado por el médico local, quien por lo visto era uno de esos señores de horca y cuchillo. Los cargos eran de charlatán y engañador, evasor de impuestos y azuzador de motines o algo así.

Mi reacción espontánea fue desahogarme con un sonoro: "¡Me carga la madre!", tanto apretujarnos y tragar pinole polvoso para nada...¿para nada?... pero ¿qué no era mi tirada inicial el cotorreo con Celia y lo demás era por seguirle el rollo nada más?... ¡ándale! ¿qué a poco ya me la estaba tragando yo también?... No, no, no, si yo soy un intelectual, hijo de la ciencia y de la civilización occidental, de la edad de la Razón, vaya, esa que desbarata los mitos y supercherías, que no son sino secuelas de las épocas oscurantistas.

Claro que lo anterior no me ha vuelto tampoco enemigo de los curanderos, porque entiendo que es importante que alguien sostenga la fe de la gente menuda, aunque se trate de una fe muy rudimentaria, dado que ellos no han podido ilustrarla, y hay que ver la imposibilidad de la gente del pueblo para acceder a servicios médicos profesionales.

En lo personal, y desde mi fe digamos madura, me expliqué mi presencia en ese lugar como la del antropólogo que acude a observar aquél fenómeno interesante, aunque siendo sincero, ahora que recuerdo aquella aventura, tengo que reconocer que no me había tenido otro motivo que el de complacer a Celia.

Lo que sí sentía entonces era mucha compasión por la gente aquella, que encima de sus males se había quedado vestida y alborotada, como las novias de rancho. Y se veía tan jodida, con lo que le había costado haber llegado hasta allá, y no se diga a los enfermos que tuvieron que atreverse a dejar la cama para lidiar con una silla de ruedas o unas muletas, auxiliados por un lazarillo o un cireneo acomedido, que lograron convencer para que los trajera, en algunos casos casi a cuestas.

Celia y yo nos quedamos mirando un momento a los ojos, con las cejas levantadas como diciendo ¡¿y 'ora?! Algo me hizo a mí apresurarme a decirle que por mí no importaba la cosa, que de cualquier manera mi intención no había sido otra que la que ella misma me había propuesto: pasear por ahí, comer en alguna fondilla cercana y luego regresar. Le insistí en que no había ningún problema, pues total, que más se había perdido en el sismo de 1985, etc. Le decía todo eso con la idea de evitar que fuera a sentirse frustrada porque sin duda en el fondo aún guardaba la ilusión de que el Chamán hiciera algo por mí, y por lo tanto le brotaría la sensación de haberme traído de balde.

Cabe detenerme de nuevo aquí en el gusto notable que nos daba a los dos, no sabría decir a quién de los dos le alegraba más, pero lo que era más que evidente era ese relativizar el entorno por buscar estar, gozar, y vivir intensamente el momento juntos, todo lo demás valía en la medida en que sirviera para estar más conviviendo más cercanos, más acompañados, más comprendidos y queridos.

No sé si logré mi propósito de ahorrarle el malestar de no haber hallado al Chamán, que ya le empezaba a notar en el rostro, o si fue ese júbilo a flor de piel que nos producía andar juntos, el caso es que ella me siguió la onda, así que fuimos a buscar un lugarcito apartado, para evitar el barullo del gentío, que para ese momento ya empezaba a dispersarse, tratando de hallar un espacio para continuar la charla.

No lejos de donde estábamos encontramos un sitio atractivo en el llano, con algo de pasto silvestre, protegido del ardiente sol por la sombra de un árbol, que proyectaba suficiente sombra como para ponernos mínimamente a salvo de los rayos de aquel solazo, que amenazaba calcinar a las mismas lagartijas que lo desafiaran.

Abandonados a la plática, nos cayó encima la tarde y comenzó a soplar algo de viento fresco. Celia por fin reaccionó y me advirtió que tal vez podría ser bueno empezar a pensar en el regreso. Hasta ese momento caí en la cuenta de que debimos haberlo previsto, pues a esa hora ya no había ni gente, ni camiones ni tampoco salidas para México, pues no había más que una corrida diaria, la cual tenía buen rato de haber salido, y la próxima saldría hasta el día siguiente.

Era tan inútil enojarse de nuestra negligencia –por usar una palabra muy poco expresiva para el denotar idiotez extrema–, que ya ni siquiera nos contrariamos. Hubo que pensar con más sensatez esta vez –o mejor dicho, hubo que pensar esta vez–, para no sucumbir por la inviabilidad biológica a la que puede arrojarnos el romanticismo, así que localizamos el único jacal que rentaban para hospedarse en el lugar y nos dispusimos a volver hasta el día siguiente. Aquella ranchería estaba tan marginada de servicios que no tenía ni caseta telefónica, por lo cual ni valía la pena preocuparse por avisar a nuestras respectivas casas de nuestro retraso. Ya llegaríamos cuando llegáramos.

Al día siguiente nos levantamos tarde, aprovechando las condiciones del incidente para tomarnos unas minivacaciones improvisadas. Nos volvimos a entregar a la plática tan instintivamente, que cualquiera diría que la comunicación para nosotros no era un medio sino un fin, o mejor, El Fin último de toda nuestra existencia.

Es curioso, –me digo al recordar cómo se dio aquella convivencia– que no sólo durante la plática nos comunicábamos, sino también , y acaso intercambiábamos lo más íntimo y propio de cada uno en los ratos que pasábamos sin decirnos nada. Simplemente en el hecho de estar juntos, y eventualmente cruzar una mirada sencilla y profunda. Y es que vivíamos silencios cargados de significado. Lo escribo con la certeza maciza de que una y otro estábamos presentes en el silencio generado entre los dos. Y aun nos llegaba a invadir una especie de temor sagrado de que si habláramos, podíamos romper el encanto y esfumar ese nivel tan hondo de intimidad, al que sólo mediante ese silencio atento y compartido lográbamos acceder.

No era algo que acordáramos hacer expresamente, sino que surgía de repente, gracias a la empatía creciente que cultivábamos, semejante a un acuerdo espontáneo e implícito, de esos que se dan como un regalo inesperado, como un fruto maduro del arte del encuentro, que ha nacido y crecido a través de un largo camino por los inimaginables vericuetos de la amistad.

Tengo presente que ella hablaba más que yo, ya de camino hacia el camión de regreso, al tiempo que mirábamos a nuestro alrededor, más para aderezar nuestra plática, que por interés en el panorama más bien sombrío que ofrecía aquel olvidado lugar.

Eso mismo comentábamos cuando nos volvimos a hallar muy cerca del arroyo del Chamán. Al darme cuenta hice ademán de tomar otro rumbo, pero ella señaló con el dedo hacia la manta, la cual ya había sido cambiada. Esta vez decía: Fue liberado el Gran Chamán. Estará con nosotros a la puesta del sol.

Quedarse a esperarlo nos suponía alargar otro día el viaje y lo peor era que no había modo de avisar a los nuestros, quienes con suerte ya estarían preocupados de que no hubiéramos aparecido. Sin embargo, ya se nos había metido el demonio de la expectación, el cual suele ser uno muy difícil de exorcizar del cuerpo, así que ni tratamos de oponerle resistencia. Y es que todo lo que nos había supuesto el viaje era como subir a una alta montaña y quedarse a unos pasos de la cima.

Ahora yo era el más entusiasmado con la idea de quedarnos ¡cómo carajos no!, ¿qué tal si fuera cierto que de pura chiripada el médico lírico ese me fuera curando? Además la gran mayoría de la gente ya se había ido, lo cual significaba tener al curandero casi para nosotros solos ¿a quién se le iría a ocurrir andarse yendo en ese momento? ¿quién iría a andar poniendo objeciones de fundamentos científicos a esas alturas?... ¡hágame el favrón cabor!

La sana irresponsabilidad que se hace pasar por amistad, nos volvió a impedir dividir nuestras opiniones, así que nos quedamos y hasta celebramos que hasta nos sintiéramos los más fanáticos de todos, por habernos quedado a esperar al aprendiz de brujo, en un rancho tan olvidado de la mano de Dios.

Llegó la puesta del sol, por cierto muy bella, de un rojizo capricho que se acentuaba en la base de las pocas nubes distribuidas caprichosamente sobre el horizonte, como colocadas para inspirar a poetas y pintores.

El Chamán no aparecía. En ese rato yo me afanaba en hacerme una explicación creíble sobre su tardanza, para ahuyentar la idea de que nos fuera a dejar plantados de nuevo, diciéndome en silencio que seguramente estos señores no se rigen por los horarios de nuestras instituciones, que relativizan nuestras precisiones, sobre todo que la cultura campesina, basada en los movimientos solares no puede aspirar a las costumbres de la cultura urbana... justificaba el hecho porque en el fondo me atraía, me sigue atrayendo más –y hasta debo admitir que añoro– este modo de vivir, pues siento que su ritmo es más humanizante, más connatural a la dinámica de una convivencia cálida, capaz de atender a lo que cada uno tiene que expresar, más propicio para encontrar momentos de interiorización personal, además de ahorrar muchos males nerviosos y psicosomáticos que vienen del frenetismo propio de las grandes ciudades.

No es de extrañar entonces que en este tipo de servicios curativos uno se sienta más tomado en cuenta, y que la imprecisión se refleje también a la hora de cobrar sus honorarios, incomparablemente más económicos que los de nuestros curanderos con títulos del extranjero.

Continuó la espera, que supimos endulzar con otra amena plática. No sabría decir cuánto tiempo pasó, porque mi absorbente compañía me amenazaba con sustraerme por completo del tiempo y del espacio, agravando el efecto de mi propia naturaleza distraída.

Por fin llegó el esperado Chamán, a quien tengo que reconocer que para entonces ya lo esperaba, quiero decir que ya esperaba algo de él, mucho más que presenciar su protagonismo de un simple fenómeno antropológico. Era una especie de intuición de que algo iba a pasar, aunque sin poder sospechar todavía qué.

Se trataba de un tipo común, de mediana estatura, moreno, que en nada se distinguía de cualquiera de los habitantes del lugar, como no fuera por la atención y la expectativa que todos teníamos puesta en él. A los cristianos, aquel hombre podría asemejarse a Jesús, pero mucho más al Jesús de la película de Jesucristo Superestrella o al de Pasolini que al de Zefirelli.

El Arroyo Seco consistía en un paraje árido, de vegetación desértica y escasa, disimulada con el suelo por una fina capa de polvo que la cubría. Por el arroyo corría agua termal, que nacía de un venero muy cerca de donde estábamos. Lo deduje porque no había árboles grandes a nuestro alrededor, que señalaran la trayectoria de la corriente, ni tuberías que trajeran el agua de otro lugar.

El conjunto del escenario era más bien austero y feo. Lo único llamativo era una rudimentaria y vieja pila de concreto, ya muy deteriorada por el uso y por las huellas del tiempo. Medía unos diez metros de largo por tres de ancho, y su profundidad era suficiente para cubrir de agua hasta el pecho a una persona adulta de altura promedio.

A pesar de no alcanzar el tamaño de una alberca mediana, resultaba suficiente para los diez o doce convocados por la fama del Chamán. Desde antes de que éste llegara, habíamos empezado a platicar unos con otros, pues la cercanía que da el haber venido esforzándonos por llegar al mismo lugar y en pos de un mismo sujeto, más el compartir una seria necesidad y una esperanza de curación, nos permitió identificarnos rápidamente y nos invitó a romper el hielo.

Padecer una enfermedad lo puede a uno aislar de los demás y volver huraño, pero puede también acercarlo a quienes viven en condiciones similares, y hacerlo mucho más comprensivo de sus males. El caso es que a los que estábamos ahí la situación nos facilitó la socialización, ya fuera para indagar sobre remedios para diversos males, o simplemente para desahogar nuestras penas y exteriorizar nuestro anhelo de recuperar nuestra salud.

Ya habiéndose creado el clima de confianza y de haber dejado a un lado la preocupación inculcada por cuidar la propia imagen, nos preguntábamos mutuamente por los motivos concretos de nuestra venida. Las respuestas variaban según el caso, pero coincidían en el ansia de ser curados, y tengo que confesar que en mi situación particular, si no esperaba ciegamente ser curado, como la mayoría de los que ahí se daban cita, al menos sí deseaba vivamente alimentar esa esperanza, para tener fuerzas de seguir en pos de la soñada curación, una esperanza que me renovara las fuerzas para no quedarme a la orilla del camino, abandonado de mí mismo para quedar a merced de los buitres de la claudicación, de la amargura existencial y la aversión por la propia vida. Deseaba alimentar mi gastada esperanza para que no se fuera a degenerar en la temida espera del derrumbe interior y de la muerte, ya fuera física o anímica, que ya lo mismo da, llegado ese punto.

—¿Y usted a qué vino?— me abordó una anciana en un tono tan indefenso que no pude sino creer que lo hacía de buena fe, así que no me atreví a darle una evasiva. Pero sí me alcanzó a sorprender su pregunta, porque al momento me pareció que no me iba a poder explicar, ni ella entendería lo que me pasaba, de modo que le dije que mi mal era del corazón, que sufría una extraña dolencia que ni los médicos ni los psiquiatras podrían detectarme, pues aunque antes he dicho que era hipocondría, pensándolo mejor debo retractarme, o mejor señalar que la tal hipocondría es el nombre de los males que no tienen más síntomas que la sensación de encontrase enfermos, pero eso lo sabe cualquier enfermo antes de que alguien se lo diga, así que decir hipocondría no es sino decir que se trata de una enfermedad no identificada.

Si tuviera que calificar mi enfermedad, en todo caso sería la depresión, ese llamado mal de nuestro tiempo, muy propiciado por los aspectos desoladores de nuestra realidad social.

Mis síntomas son –continué mi confesión– los de una grave enfermedad: distracción continua por no hallar nada interesante o estimulante, pérdida de la alegría por las cosas sencillas de la vida, insatisfacción de mí mismo, de modo que ya nada acaba por importarme ni ilusionarme. Ya no busco sino quedarme solo para autocompadecerme de padecer tan virulento mal y aun para evitar la molestia de provocar en otros el vano intento de ser consolado, pues tenía la certeza de que ya todo era inútil.

En mi explicación no aludí a la desmotivación en el trabajo, el cual tiene una clara orientación hacia la lucha por la justicia social, para evitar complicaciones innecesarias. Cuestión de pedagogía –pensé–, aunque cuántas veces los pobres nos dan cátedra de esas realidades, por aquello de que ellos aprenden en carne propia lo que el resto aprendemos por medios muy indirectos y abstractos.

De cualquier manera, me sentí satisfecho de la explicación que le di a la abuelita, concretamente lo de localizar mi mal en el corazón, pues tengo la certeza libre de que nuestras enfermedades psíquicas tienen un origen mucho más afectivo que de cualquier otra índole, aunque muchas veces aparezcan envueltas en ropajes fisiológicos o de otra índole, lo cual ha hecho florecer jugosos negocios dentro de la medicina, la psicología y la psiquiatría.

Me perdía en tan distraídas cavilaciones, cuando Celia me tiró del brazo para regresarme a la realidad real, e indicarme que el Chamán me estaba llamando. No se dirigía a mí porque quisiera encontrarse conmigo especialmente, sino simplemente porque estaba llamando a uno por uno de los presentes y a mí me tocaba el turno.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no se trataba de un tipo común, es decir como nosotros, aunque en nada nos distinguiéramos externamente. Sería el brillo de sus ojos vivos y grandes, o la energía que sin duda emanaba de su cuerpo, el caso es que había algo en él que atrajo poderosamente mi atención. Me contrastaba el hecho de que siendo ese magnetismo tan real y siendo tan fuerte ese algo que me atraía hacia él, proviniera de alguien tan diametralmente opuesto a un personaje de fama o de poder. Más aún, actuaba como si no se diera cuenta de poseer eso inexplicable.

De momento, esa naturalidad con la que se conducía me hizo pensar que tal vez ese hecho no era sino mi propia imaginación, o alguna sugestión causada por la expectativa colectiva en torno a él.

Un poco repuesto de la impresión, me dirigí a él tratando de no demostrarle el impacto que me causaba, más que nada pensando en que podía romper aquel encanto que tenía de unir en una misma persona la grandeza y la sencillez, un encanto parecido al de casi todas las niñas que, siendo tan lindas, aun no han cobrado conciencia de lo que son, ni han aprendido a opacar su belleza con la coquetería. Lo que yo quería evitar era simplemente contribuir a que aquel hombre de rasgos tan ordinarios e inauditos a la vez, pudiera empezar a creerse el Chamán de Televisa.

Me acerqué a él, le tendí la mano para saludarnos con el rito ordinario, al tiempo que le dije mi nombre, como acostumbro, a lo cual él sólo contestó con un lacónico "hola" y me invitó con un gesto a entrar en la pila, como lo estaban haciendo los demás antes que yo.

Viendo lo que hacían los demás, acepté de buena gana quedarme en paños menores, para poder meterme al agua.


Dicho sea de paso, nadie parecía tener miradas eróticas o pudor, en buena parte porque nuestros cuerpos no alcanzaban a sugerir tales sentimientos y también porque aquel ambiente era muy familiar, por lo que nos sentíamos hermanados, aunque no nos hermanara sino el más elemental instinto de acuerparnos frente a la indigencia que nos azotaba por igual, y tal vez nuestra común ilusión en que aquel hombre haría algo por nosotros. Todo lo demás era lo de menos.

Al principio sentí el agua muy caliente, tanto que creí que no la iba a poder aguantar. Luego el cuerpo se fue acostumbrando a ella, y sintiéndola muy agradable y acariciante.

Se notaba que el agua era corriente y estaba muy limpia, pues permitía ver claramente nuestros pies en el fondo de la pila. La sensación predominante era de una gran libertad, junto con una deliciosa experiencia de acogida. Era como si hubiera vuelto momentáneamente al seno materno, protegido de la sordidez del mundo circundante por un cálido torrente de líquido amniótico, lo cual me introducía leentaameentee en un clima de paz que nunca creí que algún pobre mortal pudiera llegar a vivir en este Valle de Lágrimas.

Me quedé allí varios minutos, o tal vez fueron segundos, casi sin moverme, dejando estar el cuerpo por completo, cediéndole al empuje del agua la tarea de lidiar con las cuestiones de la gravedad, totalmente suelto, digamos despreocupado aun del esfuerzo de existir, limitando al máximo el gasto de energía, al grado de temer un poco llegar a caer en uno de esos trances de fakir.

Luego el Chamán me volvió al mundo de los humanos, moviendo mi hombro izquierdo con su mano del mismo lado. Se había dado bien cuenta de cuán ido andaba yo en aquel éxtasis líquido en el que me había sumergido en cuerpo y alma, y me lanzaba una sonrisa de aceptación benévola.

A unos metros de donde nos encontrábamos los dos, se hallaba Celia, también dentro del agua. Alcancé a verla un instante antes de entrar en diálogo con el Chamán, observando la escena, muy pendiente de aquel encuentro y de lo que pudiera estar a punto de suceder.

Para ese momento, personalmente ya había ido cultivando una gran fe en ese hombre y en sus poderes sobrenaturales. Me pareció que bastaría con una palabra de su boca para que yo quedara convertido en otro hombre completamente nuevo y pleno.

Me preguntó qué me pasaba. Yo, tratando de decírselo en una sola frase, le respondí las palabras que en ese momento me vinieron a la mente: "He perdido la capacidad de amar, señor, ayúdeme". El solamente añadió, con voz muy grave: "Ese mal no puedo remediarlo, pero tiene remedio, no pierda la fe, siga buscando... disculpe". Y se volteó a seguir atendiendo a los enfermos que lo jalaban por detrás con insistencia.

Caí en el más amargo y horrible de los desamparos. Luego que logré reaccionar, me dominó un coraje inusual en mí. ¡¿Disculpe?!... con un vil "disculpe" hacía saltar en pedazos la esperanza que con tantos trabajos y cuidados había logrado conservar hasta ese desdichado momento.

Salí del agua maldiciendo a aquel merolico, pensando en cómo había sido posible que ese embustero hubiera sido liberado y anduviera haciendo de las suyas impunemente contra esa pobre gente indefensa, en cuánta razón tenía el respetable galeno que lo había acusado... Y con esas y otras muchas razones trataba de digerir aquel desenlace de pesadilla.

Luego de secarme con la toalla que llevaba en el morral, me cambié la ropa interior, me vestí y esperé a que Celia hiciera lo mismo, para emprender el regreso cuanto antes.

Ya andando hacia el sitio de donde saldría el autobús, me desahogué sin traba alguna con ella, recapitulando los movimientos interiores que había tenido desde el principio del viaje, sin preocuparme por repetirle mucho de lo que ya habíamos vivido juntos. Lo único que quería era sacar lo que me revolvía las entrañas y me hacía daño. Le conté cómo mi incredulidad inicial se había ido trocando en aceptación de ver al Chamán, luego en una expectativa que terminó en fe ciega, y finalmente cómo esa fe ciega me llevó a estrellarme tan escandalosamente contra aquellas crueles palabras del Charlamán, con las que me mandaba de regreso como había llegado, o mejor dicho, mucho peor, con una decepción más a cuestas, como para acabar de documentar mi pesimismo, que con lo acontecido ya pasaba a ser catastrofismo.

Por su parte, Celia se limitaba a escuchar, tratando de no perder la serenidad, pero a la vez visiblemente conmovida por mis palabras, que pronunciaba con voz quebrada, al revivirme el dolor de aquella experiencia.

Me tomó del brazo, apenas encima del codo, expresándome su cercanía comprensiva, y así seguimos caminando, sin prisa, como diciendo con los gestos que no había ya ni a dónde ir ni para qué. Era evidente que ya todo perdía sentido para mí, y por su andar solidario a mi lado, en cierto modo también para ella, puesto que a juzgar por la expresión de su cara, lo lamentaba tanto o más que yo.

Luego abordamos pesadamente el camión y emprendimos la vuelta a la gran ciudad.

Por primera vez viajábamos en silencio, el mío con el agrio sabor del fracaso, el suyo de respeto y delicadeza. Llegamos a la terminal del D.F. y nos despedimos, pues ella habría de transbordar para continuar a Guadalajara. Nos abrazamos y yo le agradecí muy sinceramente su compañía. Se me grabó muy hondo que si algún sentido aún le quedaba a mi vida, ella se lo llevaba con nuestra separación.

Parecía que sólo quedaba el difícil reencuentro con los nuestros, con lo cual acabaría aquella aventura. No vale la pena detenerme en lo que pasó al regresar a casa. Basta imaginar los reclamos justificados que todos hemos oído alguna vez, en situaciones como ésta.

Ya de vuelta a la vida ordinaria, yo no podía siquiera imaginar lo que ahora sí estaba a punto de suceder, pues ya estaba seguro que lo que me quedaba por vivir ya no sería yo mismo, sino un cadáver ambulante, que se arrastraría en espera del descanso definitivo y liberador.

A los pocos días de haber vuelto a casa, me levanté con una ansiedad creciente, a la que no le hallaba explicación alguna.

Sin causa que pudiera identificar aún, comencé a recuperar rápidamente la alegría perdida y a reencontrar el gusto por los pequeños detalles de la vida. Sentía como si un volcancito empezara a hacer erupción dentro de mí. Era un deseo creciente de salir a encontrar a mi gente querida, a los compañeros de lucha y de derrota, a los amigos nuevos y viejos, para contagiarles mi gozo inexplicable, convivir con ellos y soñar con ellos qué hacer para que otros muchos despertaran a esta explosión interna de regocijo, para hablar e intentar lo imposible, la fraternidad local, nacional, universal y otros muchos sueños quijotescos.

No podía ocultar ese cambio radical que estaba revolucionándome por dentro, pero tampoco sabía dar razón de él y de su origen. Por supuesto que no le veía relación alguna con el reciente y fallido viaje con Celia a Hidalgo. No atinaba a atar cabo alguno, por más que me esforzaba.

Seguía sumido en la búsqueda de la explicación de aquel fenómeno aún en la oficina, ya de vuelta al trabajo, cuando me sorprendió una llamada de Celia, desde Guadalajara. Hablaba para saludar y para preguntar si me encontraba bien. También se disculpó amablemente por las contrariedades referidas en el viaje. Recuerdo que yo sólo articulé dos frases cortas: que no tenía importancia lo del viaje y que le repetía las gracias por su compañía. Sentí que hable mecánicamente, como sin poder conectar la boca con el cerebro, e inmediatamente después, colgué la bocina, también como un robot.

Me sentía completamente turbado y paralizado de pies a cabeza por la emoción. Apenas acababa de caer en la cuenta: ¡Dios mío, cómo pude ser tan estúpidamente idiota!, ¡Qué ceguera la mía para no ver lo que tuve delante de los ojos por tanto tiempo! ¡Qué torpeza tan extrema! la que me impedía entender que ella había tenido razón: ese viaje me habría de cambiar. Pero no fueron las artes del Chamán, sino aquella tan sencilla pero estrechísima convivencia con ella. Ahí radicaba lo que me había renovado por completo el corazón y las entrañas.

No había podido hallar la causa de mi mutación simplemente porque cada vez más esperaba que el cambio llegara de algún milagro espectacular, mirando en dirección diametralmente opuesta a donde se hallaba la causa eficaz de mi transformación. Perdiéndome cada vez más en mi propio laberinto, no podía siquiera imaginar que para encontrar la salida era preciso caminar en sentido contrario al que caminaba.

El secreto estaba en la iniciativa de Celia de entablar esa intensa comunicación interpersonal, en su limpio deseo y su afán de ayudarme, en su insistencia empapada de cariño, de buscar un remedio para mi mal, en verla cómo redoblaba su ánimo frente a mi desgano y mis resistencias a ir tras el Chamán. Pero lo que había estado más en el fondo de la cura milagrosa, había sido sin duda esa increíble cercanía, esa paciente escucha y atención a mi persona, en suma, su gran esperanza sosteniendo la mía, al borde de la extinción, de seguir adelante, luchando a brazo partido contra la claudicación.

Intuir ese secreto fue lo que despertó en mí tan desmesurado agradecimiento, y me fue liberando de tantas ataduras y heridas internas. Después de haber estado tan decepcionado de mí mismo, había estado tratando de reencontrar la ilusión perdida de mi vida como el ciego que busca en un cuarto obscuro a un gato negro que ni siquiera está allí.

El secreto de lo que viví, a pesar de todo lo que hice inconscientemente para evitar que el milagro sucediera, no era nada nuevo, era algo casi obvio, pero por obvio muy olvidado por mí, y no estaba sino en dejar que lo cotidiano de una sencilla amistad como la de Celia, se radicalizara, hasta desplegar todo el poder transformador de una amistad.

Aquel día debió haber sido como cualquier otro para la inmensa mayoría de la humanidad. Ciertamente, no para mí. 

fpg y rgt / diciembre de 199512

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