Texto de Félix Palencia sI, para la Colección Conchas Azules


En diciembre de 1684, el padre Kino, en expedición desde San Bruno, tramontó con el almirante Isidro de Atondo y Antillón la Sierra la Giganta, abrupta sierra dorsal de la Baja California, para llegar al Mar del Sur, nuestro Pacífico. Por el estero que bebe de los arroyos de San Gregorio y la Purísima, en las mismas latitudes que Loreto, encontraron grandes conchas de variado colorido. Kino fijó atención y memoria en las azules, que nunca había visto en otro sitio.

Quince años después, descubriendo tierras y hermanos por el desemboque del gila al Colorado, fue obsequiado de conchas azules por los yumas. Y, sólo de camino ya a Dolores –así lo narra él– “se me ofreció que dichas conchas azules serían de la contracosta de la California y del Mar del Sur, y que por donde ellas habían venido de allá para acá, nosotros podríamos pasar para allá y a la California. Y desde entonces dejé la fábrica del barco, que en Caborca construía con ilusión.
Al otro año, 1700, en abril y en San Xavier del Bac, llegados del ocaso algunos sobaipuris, envió propios hacia el oriente, el norte, el poniente y el noroeste, a llamar a jefes pimas, ópatas y cocomaricopas, que le informasen si las conchas azules podrían venir de otras partes que no de la contracosta californiana.
El 1° de mayo se presentaron los occidentales y charlaron con él gran parte de la noche sobre la eterna salvación de sus naciones, “juntamente con continuos exámenes acerca de las conchas azules que traían del noroeste y de los yumas y cutganes”. Con lo oído, confirmó Kino sus sospechas.
Todo lo miraba con el corazón, y lo sentía y lo saboreaba internamente. El fuego que en él ardía lo iluminaba, y sabía bien a dónde iba. La primera impresión y la curiosidad ante unas conchas azules, tardó en florecer unos quince años, y dar fruto varios más. Pero, para ello, hubo de quemar su nave, apenas aún en plena construcción…
Por todos lados, y aún por medios electrónicos, todos los días vemos muchas cosas. Entre ellas, Zacarías Páez pone ante nuestros ojos nuevas conchas azules, que no en cualquier lado hemos mirado. Las que vio Kino, siguen dando fruto.
¿Qué fruto tendrá nuestro mirar, sentir y saborear estas nuevas conchas azules que, por cierto, tienen que ver mucho con ellas?


Hombre de carne y hueso

Lo más grande del padre Kino es que fue hombre de carne y hueso, sí, pero también de manos, de corazón y de cerebro.
En otro siglo y otros climas, en 1645, probablemente en el verano, nació en un caserío mínimo de un vallecillo perdido entre los Alpes, frontero entre dos culturas europeas.
Nació bebé, como cada uno de nosotros. Su crecer hasta los enormes tamaños que alcanzó, fue obra laboriosa y ardua. La naturaleza le dio nacer homínido, su sociedad y su cultura le ofrecieron lienzo, líneas y colores; pero quienes lo ayudaron a hacerse humano fueron aquellos que le dieron su estima, su confianza y su cariño: su familia, los jesuitas, los indígenas…
Kino se hizo a sí mismo, atendiendo a su sentir, su pensar y su anhelar, y haciéndose libre, más allá de su bienestar y sus anteojos.
Su brújula y su sueño fue dar a todos lo mismo que él vivía. Se esmeró en ser honesto, leal y cordial con sus amigos y enemigos que, mientras lo acariciaba el Sol o le parpadeaban las estrellas, ocupaban su corazón y estaban en su mente… Bien merece Eusebio Francisco Kino ser proclamado Padre y maestro de Sonora. También Sonora lo merece.


Hombre de viajes y destino


Segno, Trento, Innsbruck, Ingolstad; Génova, Cádiz, Sevilla, Veracruz, México, Guadalajara, Chacala, La Paz, San Bruno, Acapulco: muchas leguas y semanas llevaba ya de tierra y mar Eusebio Kino cuando se adentró en tierras sonorenses.
Más allá de Cucurpe, la misión extrema al noroeste, se le asignó fraguar la de Dolores, a la que una y otra vez regresaba a rehacerse de sus viajes.
Viajar era su destino; pero viajaba con destino. Sabía a dónde iba a qué iba; a donde hubiera alguien a quien pudiera dar la mano. Regalaba ante todo su amistad; invitaba luego a una vida más humana, y ofrecía al fin su fe y su Dios.
Viajó mucho Eusebio Kino, nunca fue “turista”; realizó grandes empresas, pero nunca fue “empresario”; dispuso de autoridad moral y mando, pero nunca fue “político”; manejó grandes riquezas, pero jamás creyó que algo de ellas fuera suya: todo eso, como también la sed, la enfermedad o la calumnia. Fue para el favor del cielo, recibido de Dios en beneficio de los pimas, sus hermanos.
Aún hoy, es sonorense el viajar mucho. El nuestro sea como el de Kino quien el 15 de marzo de 1711, desde Magdalena partió con gran paz en su viaje último.


Hombre de sol y fuego, Misión de Cocóspera.


Para Kino, hombre de sol y fuego, no fueron adversos por amados, los desiertos de Sonora. Portador él de un nuevo sol, los navegaba alegre, por llevar una luz nueva a hermanos a hermanos que aún no conocía, y por encender en sus corazones el fuego nuevo que ardía, y por encender en sus corazones el fuego nuevo que ardía en el suyo propio.
Inalcanzables horizontes, calcinante arena, resequedad y sed, como tampoco lluvias tormentosas o extremos fríos, nada de eso detenía su cabalgar: su corazón se había incendiado en los Ejercicios de Ignacio de Loyola, y había recibido el favor celestial de saberse amado por Jesús, hombre de hijo de Dios.
Por eso, amaba a Dios y amaba al hombre, y servía a Dios sirviendo al hombre, y surcaba mares de arena por hacer efectivo este servicio.
La huella de su caminar son hoy los caminos de Sonora y Arizona, y su sol y su fuego nos iluminan y queman todavía.
 


Hombre de mar y cielo, Misión de San Ignacio.


Kino, hombre de mar y cielo, atravesó cordilleras y océanos por construir el cielo en nuestras tierras. Numerosos templos, muchos de ellos hoy en ruinas, atestiguan su intento.
Fue el templo el corazón de la Misión. Pero el cielo no era él. Era el cielo la convivencia pacífica y feliz de los habitantes de la Alta Pimería.
La Misión los protegía de la avaricia de mineros y hacendarios, y en ella aprendían a sembrar y cosechar, a construir y a dialogar, a cantar y a convivir. Y, ante todo, a respetarse y a estimarse todos como iguales, como sentían y comprendían que Kino los estimulaba y respetaba.
Sonora conserva hoy su misión la de seguir haciendo cielo en igualdad y libertad, en trabajo y dignidad, en paz, en diálogo, en amor y solidaridad. La de que anide la felicidad en cada corazón y en cada hogar.
 


Hombre de ciencia y sabiduría.

Estudioso desde niño, Europa nos entregó a un Kino astrónomo, matemático y cartógrafo, que aprovechó la larga espera en España para hacer amigos y aprender el castellano. La vida le fue pidiendo y dando después otros saberes: agronomía y zootecnia, albañilería y pedagogía, administración y aún diplomacia.
Su primer saber lo recibió en su hogar, en la enfermedad, en la reflexión y en la oración. Y llegó a ser verdaderamente sabio, con la sabiduría recibida de Jesús: Compañero de él, Kino supo de energía y delicadeza, de audacia y de paciencia, de defensa y de perdón, de tenacidad y adaptación, de eficiencia y de ternura.
Y compartió sus sueños y sus luchas con otros compañeros cuando la regia autoridad arrestó y desterró a los jesuitas de Sonora abandonaron casi una cuarentena de misiones y comarcas y pueblos hoy, donde la bonhomía de quienes los habitan son la mejor recompensa a esos jesuitas.


Hombre de esperanza y de futuro.


Entrevió Kino, hombre de esperanza y de futuro, el Sonora que hemos heredado y que estamos llamados a construir. En su parroquia de Dolores, al igual que a medio Pinacate, fue consciente de los recursos de estas tierras, el más valioso de ellos, su gente.
Se empeñó en hallar el paso por tierra a California quería facilitar el envío de ganado y provisiones a la vez que tutelar el riesgoso comercio con el Lejano Oriente. Y tuvo en mente la importancia de Sonora y Arizona como entrecruce de dos mundos y culturas que apenas se forjaban.
Cuando fue preciso, acudió en persona y por escrito a virreyes, audiencias y arzobispos, para defender los derechos del indígena y del débil; y puso sus conocimientos astronómicos y geográficos al servicio de las generaciones por venir, trazando para ellas los primeros mapas de Sonora.
A tres siglos de distancia, edificios, calles y plazas de Sonora no son quizá como él imaginara. Sin embargo, su nombre se lee en muchas de ellas, y su estatua no está ausente. Pero menos ausente está su recuerdo vivo., que invita a seguir construyendo la esperanza de un mejor futuro para todos.


Texto tomado del sitio: http://fundacionkino.blogspot.mx/p/videos.html

El Papa en Lampedusa

QUE LAS RUTAS DE ESPERANZA NO SEAN NUNCA MÁS RUTAS DE MUERTE
Ciudad del Vaticano, 8 julio 2013 (VIS).

El papa Francisco viajó esta mañana a la isla italiana de Lampedusa, punto de llegada desde hace años de multitud de inmigrantes y en cuyas aguas han encontrado la muerte decenas de ellos.

El pontífice salió a las 8:00 del aeropuerto romano de Ciampino y llegó a la isla a las 9:15, donde fue recibido por el arzobispo de Agrigento, Francesco Montenegro, y por la alcaldesa, Giuseppina Nicolini. En automóvil se dirigió a Cala Pisana, y se embarcó, para llegar al Puerto de Lampedusa acompañado por las barcas de los pescadores de la isla. Durante el trayecto lanzó al mar una corona de flores en recuerdo de los emigrantes muertos en el Mediterráneo. En el puerto, Punta Favarolo, lo esperaban cincuenta inmigrantes, muchos de ellos musulmanes, que se encuentran en los centros de acogida lampedusanos. El Papa saludó personalmente a cada uno de ellos y a continuación se desplazó al cercano campo de deportes “Arena”, donde a las 10:30 celebró la santa misa.

El formulario de la misa fue el de 'Remisión de los pecados', previsto por el Misal Romano entre las 'Misas para las necesidades particulares'. Los textos de la Liturgia de la Palabra (el relato de Caín y Abel, la matanza de los inocentes, el salmo “miserere”) subrayan el aspecto penitencial de la liturgia. El Santo Padre utilizó un báculo de la parroquia de Lampedusa realizado con los trozos de madera de las barcas de los inmigrantes llegados a la isla y un cáliz de madera que procede también de esas barcas. Ambos son obra de un artesano de Lampedusa que ha ayudado durante las emergencias a los emigrantes.

Ofrecemos a continuación una amplia síntesis de la homilía del Papa:
“Inmigrantes muertos en el mar, por esas lanchas que, en lugar de haber sido camino de esperanza, han sido camino de muerte". Así decía el titular de un periódico. Desde que, hace algunas semanas, me enteré de esta noticia, desgraciadamente tantas veces repetida, mi pensamiento ha vuelto continuamente a ella, como a una espina en el corazón, que causa dolor. Y por eso sentí que tenía que venir hoy aquí a rezar, a realizar un gesto de cercanía, pero también a despertar nuestras conciencias para que lo que ha sucedido no se repita. Que no se repita, por favor.


El Papa agradeció a los habitantes y a las autoridades de Lampedusa su solidaridad con los inmigrantes y, entre ellos, saludó a los musulmanes, que hoy comienzan el ayuno del Ramadán, diciendo “La Iglesia está a su lado en la búsqueda de una vida más digna para ustedes y para sus familias”
“Esta mañana, a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, me gustaría proponer algunas palabras que toquen la conciencia de todos, que lleven a reflexionar y a cambiar concretamente algunas actitudes”.


“Adán, ¿dónde estás?”: es la primera pregunta que Dios dirige al hombre después del pecado. “¿Dónde estás, Adán?”. Y Adán es un hombre desorientado que perdió su lugar en la creación, por pensar que será poderoso, que podrá dominar todo, que será Dios. Y la armonía se rompe, el hombre se equivoca; y esto se repite también en relación con el otro, que no es ya un hermano al que amar, sino simplemente alguien que me estorba para mi vida, para mi bienestar. Y Dios hace la segunda pregunta: “Caín, ¿dónde está tu hermano?”. El sueño de ser poderoso, de ser grande como Dios –en definitiva de ser Dios–, lleva a una cadena de errores, que es cadena de muerte, ¡lleva a derramar la sangre del hermano!

Estas dos preguntas de Dios resuenan también hoy, con toda su fuerza. Muchos de nosotros –y yo también me incluyo– estamos desorientados, no estamos ya atentos al mundo en que vivimos, no nos preocupamos, no protegemos lo que Dios ha creado para todos y no somos capaces siquiera de cuidarnos los unos a los otros. Y cuando esta desorientación alcanza dimensiones mundiales, se llega a tragedias, como ésta de la que hemos sido testigos.

“¿Dónde está tu hermano?, la voz de su sangre grita hasta mí", dice Dios. Esta no es una pregunta dirigida a otros, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Esos hermanos y hermanas nuestras intentaban salir de situaciones difíciles para encontrar un poco de serenidad y de paz; buscaban un sitio mejor para ellos y para sus familias.., pero encontraron la muerte. ¡Cuántas veces quienes buscan estas cosas no encuentran comprensión, no encuentran acogida, no encuentran solidaridad! ¡Y sus voces llegan hasta Dios!... Escuché, recientemente, a uno de estos hermanos: Antes de llegar aquí pasaron por las manos de los traficantes, de quienes que se aprovechan de la pobreza de los otros, de personas para quienes la pobreza de los otros es una fuente de lucro. ¡Cuánto sufrieron! Y algunos no consiguieron llegar.

“¿Dónde está tu hermano?”. ¿Quién es el responsable de esta sangre? En la literatura española hay una comedia de Lope de Vega que narra cómo los habitantes de la ciudad de Fuente Ovejuna matan al Gobernador porque es un tirano, y lo hacen de tal manera que no se sepa quién realizó la ejecución. Y cuando el juez del rey pregunta: “¿Quién mató al Gobernador?”, todos responden: “Fuente Ovejuna, Señor”. ¡Todos y ninguno! También hoy esta pregunta se impone con fuerza: ¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas? ¡Ninguno! Todos respondemos igual: no fui yo, yo no tengo nada que ver, han de ser otros, ciertamente yo no. Pero Dios nos pregunta a cada uno de nosotros: “¿Dónde está la sangre de tu hermano, cuyo clamor llega hasta mí?”.

“Hoy nadie en el mundo se siente responsable de esto; hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna; hemos caído en la actitud hipócrita del sacerdote y del servidor del altar, de los que hablaba Jesús en la parábola del Buen Samaritano: vemos al hermano medio muerto al borde del camino, quizá pensamos “pobrecito”, y seguimos nuestro camino: no nos compete; y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los demás, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o –mejor dicho–, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!... La globalización de la indiferencia nos hace “innominados”, responsables anónimos y sin rostro”.

“Adán, ¿dónde estás?”, “¿Dónde está tu hermano?”, son las preguntas que Dios hace al principio de la humanidad y que dirige también a todos los hombres de nuestro tiempo, también a nosotros. Pero me gustaría que nos hiciéramos una tercera pregunta: “¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como éste?”. ¿Quién lloró por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién lloró por esas personas que iban en la lancha?, ¿por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos?, ¿por esos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de “sufrir con”: ¡la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!

En el Evangelio hemos escuchado el grito, el llanto, el gran lamento: “Es Raquel que llora por sus hijos… porque ya no viven”. Herodes sembró muerte para defender su propio bienestar, su propia pompa de jabón. Y esto se sigue repitiendo… Pidamos al Señor que quite lo que quede de Herodes en nuestro corazón; pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman decisiones socio-económicas que hacen posibles dramas como éste”.

“Señor, en esta liturgia, que es una liturgia de penitencia, te pedimos perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas; te pedimos, Padre, perdón por quien se ha acomodado y se ha cerrado en su propio bienestar que anestesia el corazón, te pedimos perdón por quienes con sus decisiones de nivel mundial han creado situaciones que llevan a estos dramas”.


Traducción por Félix Palencia.

La Fe de Abraham

Te envío (...) el cuentito y los monitos. Estos, en realidad no hablan directamente de Abraham, pero quizá te pueden ayudar: son los que el autor pone para ese cuentito, que, en el fondo, mira a quitar prejuicios religiosos no cristianos, y busca ayudar a una fe viva.

Félix.
"Sé en quién tengo puesta mi confianza"


1. LA FE DE ABRAHAM

Introducción:

 Casi todos creemos en algo. El que no cree en nada, nunca sabe decidir, amarga la vida a todos y se destruye a sí mismo.

A veces solamente creemos en alguna cosa o en alguna idea... Y eso es muy peligroso. Porque nos puede llevar a pisotear la vida de otras personas con tal de lograr nuestro ideal. Y, de paso, a acabar con nuestra propia persona.
Según la Biblia, la fe consiste en creer en alguien... Al­guien que nos llama personalmente a todos a vivir plenamente con él. A ese alguien lo llamamos Dios, creador y motor de nuestra vida y de toda vida. En la Biblia, esta fe aparece primero en Abraham.
A partir de este «tema» en adelante, vamos a comen­zar una aventura de fe como la que tuvo Abraham; vamos a dejar que Dios nos lleve a donde él quiere.


La fe de Abraham:
Una historia que ilumina nuestro decidir:

[tomada de la Biblia, de los capítulos 12 a 22 del libro del Génesis]

Abram nació hace casi 4 mil años cerca de la gran ciudad de Ur de los caldeos (actualmente Irak). Su familia era pobre; eran pastores y vivían de sus rebaños. Para los habitantes de la ciudad, su familia era considerada poca cosa. Pero, para Dios, eran per­sonas muy especiales y muy queridas.
Cuando Abram llegó a su juventud, su familia pasaba por una angustia muy grande. Las pocas tierras que aprovechaba para pastorear a sus animales se estaban acabando debido al rápido crecimiento de la ciudad. Y, ante esta crisis, su familia estaba dividida: unos querían quedarse y aguantar la mala suerte, mien­tras que otros preferían irse a buscar tierras nuevas y una vida mejor. En eso, un día sintió Abram que el Señor le decía: ­


Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre
para ir a la tierra que yo te voy a mostrar.


Con tus descendientes voy a formar una gran nación
y, por medio de ti, bendeciré a todas las familias del mundo
.

Abram escucha aquella llamada que se repetía en su mente. Aquella voz interior le daba ánimo. Pero también en su interior sentía mucho miedo de dejar a su familia y a todo lo que él conocía. No le era fácil arriesgar su vida por un futuro inseguro entre gente extraña. Pero Dios le ayudó a decidirse.
Cuando pensaba en quedarse, Dios le hacía sentir una pro­funda insatisfacción, y cuando pensaba en irse, Dios le hacía sentir una gran paz interior. Fue esta paz lo que lo animó a res­ponder al llamado del Señor.
Llevó consigo a Sara su mujer, sus rebaños, sus pocas per­tenencias y a todos sus familiares que quisieron acompañados. Y comenzó la búsqueda de aquella tierra desconocida que Dios le había prometido. .
Después de caminar más de mil kilómetros bajo el intenso calor del desierto, Abram encontró los pastizales que tanto soña­ba: estaban entre el mar y el río Jordán en el país de Canaán, el actual Israel.
Pero, con el paso de los años, la esperanza de Abram se iba convirtiendo en amargura. No tenía hijos y Sara su mujer, por su avanzada edad, ya no podía concebir. Pensaba: ¿para qué luchar si no tengo alguien a quien yo pueda compartir y heredar los frutos de mi vida? Dios le contestó; una noche Abram oyó en su interior la voz del Señor que le decía:

Mira el cielo y cuenta las estrellas.
Así será el número de tus descendientes.
Tú serás el padre de muchas naciones
y yo seré tu Dios y el Dios de ellos.

Abram recordaba las palabras que una vez el Señor le había dicho:
Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre
para ir a la tierra que yo te vaya mostrar.
Con tus descendientes voy a formar una gran nación
y, por medio de ti, bendeciré a todas las familias del mundo.


Y Abram creyó al Señor... y por eso el Señor lo aceptó como justo. Desde aquella misma noche Abram cambió su nom­bre por Abraham, que quiere decir «Padre de muchas naciones».
Dios cumplió su promesa: Sara quedó embarazada y siendo ya muy vieja le dio un hijo a Abraham. Los dos no cabían en sí por tanta alegría. A su hijo le pusieron el nombre de Isaac y lo circuncidaron en señal de que ya pertenecía al nuevo pueblo de Dios, que apenas ellos tres empezaban a formar.
Pero Abraham fue un hombre condicionado por las normas y por los prejuicios de su tiempo, como lo somos tam­bién nosotros hoy. A Abraham no lo dejaba en paz su conciencia, porque, según las costumbres religiosas que él conocía y practicaba, estaba obligado a ofrecerle a Dios en sacrificio a su primer hijo. Si no lo hiciera, él creía sinceramente que Dios los iba a castigar tanto a él como a todos los suyos.
Contra todos sus sentimientos, Abraham obedeció lo que entendió como la volun­tad de su Dios. Llevó al pequeño Isaac al sacrificio. Abraham tomó la leña para el sacrificio y la puso sobre los hombros de su hijo; luego tomó el cuchillo y el fuego y se fueron los dos juntos. Poco después Isaac le dijo a su papá:


Tenemos la leña y el fuego,
pero ¿dónde está el animal que le vamos a sacrificar a Dios?


Abraham no pudo ni siquiera mirar a su hijo. Cuando los dos llegaron a la parte alta del cerro, Abraham construyó un altar con piedras y preparó la leña; luego ató a su hijo y lo recostó sobre el altar, encima de la leña. Pero, al tomar el cuchillo, en su interior Abraham oyó claramente la voz del Señor que le decía:

Abraham, Abraham.., ¡no mates a tu hijo!
¡Yo no quiero que él muera!, ¡yo quiero que viva..!
Yo no soy Dios de muerte; sino de libertad y vida!

Al instante Abraham comprendió cómo era este Dios en quien él había puesto toda su fe: era Dios de vida. Desató a su hijo y lo abrazó...
Y, a partir de aquel momento, nunca se cansaba de hablarle a todo el mundo de cómo Dios lo había liberado una y otra vez, hasta que pudo vivir como siempre había anhelado. Abraham, por fin, había descubierto «la tierra que Dios le había prometido».
Por eso, su hijo Isaac, su nieto Jacob y todos sus descen­dientes siempre recordaban lo que un día el Señor le dijo a Abram:


Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu Padre
para ir a la tierra que yo te voy a mostrar.
Con tus descendientes voy a formar una gran nación
y, por medio de ti, bendeciré a todas las familias del mundo.



 



 
 
 
Preguntas:
¿Qué fue lo que más me gustó de la historia de Abraham? ¿Por qué me gustó?
¿En qué se parece la vida de Abraham y mi vida? ¿A mí, cómo me llamó Dios?
¿En qué momento de mi caminar estoy ahora?
¿Cómo me siento ahora? ¿Por qué?
¿Qué es lo que me gustaría decirle a Dios?
 
 

 
Félix Palencia sI.