Nuestra Patroncita (México)

María, en el Tepeyac, es para nosotros signo claro de la predilección de Dios por los más pobres, vínculo de fraternidad mexicana y latinoamericana, y madre cariñosa y querida, que nos oye, nos consuela, nos alivia, nos protege, nos regala, nos anima y nos envía, sufriendo ella aún, después de cinco siglos, dolores de parto en el nacimiento de una Latinoamérica nueva.
 
Nuestra patroncita, no simplemente nuestra patrona; porque patrón, patrona, significa el que da órdenes en el trabajo, el que contrata al trabajador. Ella es nuestra patroncita, dicho con toda ternura, con el diminutivo tan nuestro, tan latinoamericano y mexicano: nuestra patroncita querida, María en el Tepeyac.

Podemos ayudarnos recordando como composición de lugar, si hemos tenido la experiencia privilegiada de estar alguna vez en la Basílica de Guadalupe, esa sensación tan especial de entrega de Dios a nuestro pueblo a nuestro Dios, a través de la imagen venerable de la Virgen de Guadalupe. O recordar también la presencia de esta misma imagen en todos los hogares mexicanos, en las fábricas, en los caminos, en los autobuses, en los taxis, en todas partes... las capillitas de los ranchos, en los panteones, la presencia de esta imagen tan querida para todos: nuestra patroncita.

O imaginar también, si nos ayuda más, la historia que nos narra la tradición guadalupana, la del indio Juan Diego. Los momentos diversos en que se encuentra con María; la situación del mismo indio diez años después de caída la Ciudad de México en 1531, cuando habían derribado los ídolos, destruidos los templos, acabado con la cultura, violado a las mujeres… como dice un poema indígena: “nuestra herencia es una red de agujeros, todo se ha venido abajo, hemos quedado totalmente destrozados” – destruidos tal vez como el pueblo hebreo en Babilonia-. Esa es la situación de nuestro pueblo en esos primeros momentos de nuestra historia latinoamericana y, en alguna manera, es una situación que se prolonga hasta hoy: el indio humillado, el indio maltratado, el indio despreciado en su propia tierra. Que esa imaginación nos ayude para acercarnos a nuestra patroncita y ver en ella, en primer lugar, este signo claro de la predilección de Dios por los más pobres:

La Virgen de Guadalupe, según la tradición nos cuenta, se manifiesta, al pobre indio Juan Diego que de Cuautitlán acudía a la Ciudad de México al Convento de Tlaltelolco, en un cerro en medio de los abrojos, en cerro donde no se daban flores; no había más que peñas, riscos, nopales y magueyes. Se manifiesta fuera de la ciudad, como murió su Hijo; no en el palacio del obispo; no se manifiesta a fray Juan de Zumárraga el primer obispo de México, ni a quien está a cargo del gobierno civil. Se manifiesta al indio, al maltratado, al destruido. Y manifiesta fuera de la ciudad, en un cerro.

Signo claro de la predilección de Dios por los más pobres: todas las palabras de la Virgen María están llenas de dulzura para Juan Diego, para todos los que sufren en esta tierra: “aquí estoy yo para escuchar sus quejas, para oír sus lamentos”. Los más ricos, los más orgullosos, los más sabios, quizá no nos acercamos a quejarnos con nuestra madre de Guadalupe. Los pobres sí que lo hacen, porque no tienen ante quien quejarse, tienen quien los escuche, sólo la madre guadalupana.

Es para nosotros también vínculo de fraternidad mexicana y latinoamericana. Si algo mantiene unida a nuestra patria en medio de tantos y tantos conflictos sociales, en medio de tantas culturas tan diversas, de modos de ser tan diferentes, es esta bendita figura, esta Madre Nuestra del Tepeyac.

Vínculo de fraternidad mexicana y latinoamericana. Seamos conscientes de nuestra patria grande: América Latina; de nuestra nacionalidad dividida y, de una manera especial, herida por una línea que divide al mundo de los ricos del mundo de los humillados y de los débiles. La misma línea divide también nuestra nación latinoamericana. Es importante que abramos nuestro corazón, que sintamos los sufrimientos de nuestros hermanos guatemaltecos y salvadoreños, que sintamos nuestra las vicisitudes del pueblo chileno y las expectativas del pueblo de Nicaragua; que sintamos nuestro el avance, -inseguro, quizá no en todo sentido por un camino recto- del pueblo cubano, hermano nuestro. Y que sintamos también el sufrimiento de nuestros hermanos del otro lado de la frontera, hermanos latinoamericanos de la alta California y otros lugares. Abramos nuestro corazón a la Patria Grande y sintamos en la imagen de la Virgen María de Guadalupe ese vínculo de fraternidad mexicana y latinoamericana.

Veámosla como ella misma quiso presentársenos. En primer lugar, en la presentación ya muy significativa de su misma piel morena. Se dice: mujer mestiza; sí una mujer mestiza pero 70% u 80% indígena. Es una indita, pueden reconocerse en ella tal vez ya rasgos de raza blanca, pero fundamentalmente es una mujer indígena, vestida con un vestido de india con adornos indígenas y pintada en una tela indígena. En segundo lugar, a través de las palabras con que también ella misma se presenta: “nuestra madre piadosa”, “nuestra madre cariñosa y querida que nos oye, que nos comprende, que nos alivia, que nos protege, que nos regala, que nos anima y que nos envía”.

Nos envía como al pobre indio a hacer fila, a esperar que el obispo se digne recibirlo, a un sitio que al no frecuentaba, donde no es nadie. Él le dice: “mira, busca alguien que pueda hacerlo, yo soy un mecatito débil, yo no frecuento esos sitios, si tú quieres que se realice lo que tú pretendes, busca a alguien que sea “alguien”, que tenga significatividad”. Pero María envía a Juan Diego, y le da ánimo una y otra vez, le da órdenes: “te lo pido y te lo ordeno: que vayas y te presentes, que le digas que quiero que se me construya un templo, que es mi voluntad y que él tiene que obedecer, que es mi voluntad, yo te envío…”.

Así nos envía a la Comunidad de Vida Cristiana; a una comunidad débil, unos cuantos miembros perdidos en este mar de gente que es nuestro continente latinoamericano. Nos envía a nosotros que somos nadie, que no tenemos significatividad, que no ocupamos altos puestos. Y nos envía con un quehacer muy especial, como lo hemos venido viendo en todo este tiempo. Pero ella no solamente nos envía: también nos alivia, nos protege, nos anima a que acudamos a ella como a nuestra piadosa madre y a que la veamos tal como se presentó en el Tepeyac, sufriendo dolores de parto todavía después de cinco siglos.

La imagen de la Guadalupana es la imagen de una indita embarazada. La misma anatomía es clara, y el signo -el listoncito negro que trae colgando en el cinto- es una señal que utilizaban las indias embarazadas. Quizás lo usaban para protegerse, para que las respetaran un poquito, si no por ellas, siquiera por el niño que traían en sus entrañas. Han pasado cinco siglos del descubrimiento de América, estamos por celebrar los cinco siglos de este encuentro de dos mundos. Después de cinco siglos, ella sigue sufriendo dolores de parto en el nacimiento de una Latinoamérica nueva. De un mundo nuevo en el que confluyen todas las razas: la raza negra, la raza blanca, nuestra raza indígena de origen probablemente malayo. De un mundo donde se juega en algún modo, hasta donde humanamente se puede jugar, el futuro de la comunidad cristiana, de la comunidad católica. Sabemos bien por los datos de la estadística y las proyecciones hacia el futuro, que para el año 2000 ciertamente la mitad de la Iglesia Católica será latinoamericana: un pueblo creyente, un pueblo lleno de fe, pero que está naciendo con dolores tremendos a una vida nueva, a un mundo de fraternidad, a un mundo de justicia.

Somos testigos de estos dolores tremendos nuestros vecinos más cercanos de Centroamérica: el sufrimiento de los pueblos nicaragüense y salvadoreño…Y así, podríamos recorrer nuestro continente a través de una historia de dolor y de sufrimiento, pero sabiendo que es la historia del dolor del parto a un mundo nuevo, a una vida nueva, preanunciada ya en los esfuerzos de las Comunidades Eclesiales de Base abundantes en el territorio de nuestra Patria Grande. En ellas, el pueblo tiene la “Palabra” en sus manos, -la palabra de Dios-, en ellas, el pueblo empieza a sentirse solidario, a comprender su misión, como la de María, de anunciar con las palabras del Magníficat la victoria del Plan de Dios. Este pueblo donde empieza a nacer una teología, la misma teología antigua -el pensar de nuestra fe, el entender lo que creemos para creerlo con más viveza-, pero en una forma nueva, no a partir de las categorías griegas del pensamiento abstracto. Este, es el parto de María de Guadalupe que está esperando de un momento a otro el nacimiento de una Latinoamérica nueva, luz para los hermanos, luz para la humanidad, vida para la Iglesia, vida para todos, conforme con lo que Dios desea para sus hijos.

Podemos terminar este rato de oración y contemplación de la imagen de la guadalupana, con un coloquio como nos lo sugiere el Padre Ignacio y como nos lo ejemplifica de maravilla la tradición guadalupana, cuando presenta al indio Juan Diego. Nos dice Ignacio: el coloquio se hace hablando como un amigo platica con otro amigo: exponiéndole, pidiéndole, dándole gracias, con toda sencillez. Podemos buscar inspiración en este hermano nuestro Juan Diego. La tradición nos refiere como aquel día, debido a la enfermedad del tío, él evita encontrarse con María, de la misma forma en que tal vez nosotros lo hemos evitado (¿quizás para no escuchar su canto del Magníficat?); como él trata de “sacarle la vuelta” y como ella le sale al encuentro (como hace también con nosotros). Y él, con toda sencillez, le dice: “¿Qué tal?... ¿Cómo estás, mi niña, mi pequeñita…? ¿Cómo pasaste la noche?... ¿Descansaste, te encuentras bien?... Fíjate que te voy a causar una pena: mi tío está enfermo…”. Con esa sencillez: “¿Cómo pasaste la noche?”. Quizá nunca se nos ha ocurrido en un coloquio hablar así: de corazón a corazón, con esa simplicidad, “como un amigo habla a otro amigo”. Preguntarle: “¿Cómo pasaste la noche, descansaste bien, cómo estás?”.

En esa forma, iniciando así nuestro diálogo, nuestro coloquio, diciéndole lo que un amigo dice a otro amigo, lo que un hijo dice a su madre…
Félix Palencia s.j.

Texto publicado en la revista “Progressio Centrados en Cristo, caminando con María” suplemento no. 30-31, Mayo 1988, Año Mariano; una publicación de la Comunidad Mundial de Vida Cristiana.

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