En el día de las mamás.

Este escrito cumplió tres años ya. Su actualidad está en que sigue habiendo madres, como -espero- siempre las habrá. Hoy lo dedico particularmente a Carla, que gracias a Valeria, llegada el 9, pudo celebrar el 10 pasado.

En el día de las mamás.

En el día de las mamás, mientras escucho la banda que toca para alguna de ellas en mi barrio:

Es sin duda el realizarse como madre una de las más plenas posibilidades de a quienes en nuestra raza humana les haya tocado la suerte de poder lograrlo.

La base de ella, es sabido, procede de la presencia de un cromosoma en la simiente del papá, por el que el concepto deviene femenino. Pero es obvio que la maternidad no es lograble sin la cooperación amorosa del varón.

No se ha de confundir, sin embargo, el inicio de maternidad que consiste en concebir, gestar y dar a luz, con la plenitud de ella, tarea materna que no termina sino cuando la madre o el producto muere.

La plenitud materna no es otra que la de todo ser humano: la plenitud en el amor; pero, con todo, es la madre la expresión más transparente y espontánea de ella, con una espontaneidad que nada disminuye la libertad y el sacrificio de asumirla.

La función materna empieza, en efecto, desde la concepción, aunque se asomaba ya desde los sueños e ilusiones de la niña, que van tomando forma cuando la relación de pareja empieza a hacerse deseable y aun indispensable.

Pero lo más heroico del desempeño materno no son los nueve meses de embarazo; pero ni siquiera los dolores que preceden y acompañan el parto.

Una mujer recién parida empieza apenas a vivir la fortaleza y libertad que su misión requiere: Ha soportado el dolor, y empieza a ver y a acariciar algo que ahora está fuera de ella, que claramente se distingue de ella, de quien originariamente no se distinguía y en quien ha pasado ya varios meses capacitándose para un vivir biológico relativamente autónomo.

Para el bebé los cuidados de la madre son indispensables, y la satisfacción de ella en darse a él le compensa con creces las horas arrebatadas al sueño nocturno y la atención solicitada y solícita de veinticuatro horas por día.

Algún día el bebé empieza a gatear y, luego, el niño empieza a caminar. Ya antes empezó a descubrir a otras personas, y a dirigir a algunas de ellas su sonrisa y sus demandas. La madre sigue siendo necesaria, pero el bebé empieza a depender también de otras personas, que le quitan a ella el bien ganado inicial derecho suyo de ser concesionaria exclusiva de su crianza.

Después comienza el niño a hablar, y, si bien empezó llamándola a ella, va poco a poco aprendiendo a dirigirse también a otras personas.

Y empieza a aparecer la inteligencia, y con ella también la libertad.

Son los primeros conatos por hacer vida independiente: por dejar atrás ya no sólo la dependencia intrauterina o la de los primeros meses que siguen al rompimiento del cordón que los unía, y, con ellos, las primeras oportunidades que la madre tiene de empezar a ser verdaderamente madre.

El padre, hecho casi a un lado hasta el momento después de su inicial cooperación biológica, empieza a ser significativo para el niño, que anhelará siempre por ver la unidad de corazón, decisión y acción de sus progenitores.

Sigue creciendo el niño, y no exige ya solamente la comida: quiere por sí mismo ir descubriendo el mundo e ir entablando nuevas relaciones personales, y, sobre todo, aspira a tomar sus propias decisiones y a ejercer así su libertad, aunque interiormente se sabe incapaz casi de hacerlo.

Más fácil fue gestarlo en las entrañas o alimentarlo generosamente con los pechos. Se trata ahora de gestar al joven, en el seno tierno y exigente del hogar, desde la unidad de misión cuya exclusiva no puede ya reclamar sola la madre.

Y libertad es destino y riesgo, y es largo aprendizaje.

No busca ya el adolescente (es decir: el que va haciéndose adulto) la dependencia hacia sus padres; pero, aunque frecuentemente parezca rechazarla, requiere con urgencia la seguridad del cariño y el apoyo que sólo ellos pueden darle.

Mucho de él han sembrado ya en su interior durante los años de la infancia, y permanecerá allí mientras el hijo o la hija vivan, más allá incluso del ausentarse definitivo del padre o de la madre. Pero lo sembrado requiere de cultivo, tanto más arduo cuanto respetuoso ha de ser de lo que va creciendo.

Y lo que fue un bebé apenas distinguible de su madre llega a ser alguien maduro para asumir su autonomía, e incluso para iniciar sus relaciones de pareja; que culminarán cuando encuentre a alguien a quien elija amar más que a sí mismo o sí misma, más que a su madre o a su padre y más que a sus primeros hermanos nacidos de ellos mismos.

Madre y padre llegarán también a ser hermanos suyos, y el hombre o la mujer adultos serán miembros de la fraternidad universal, para construir una igualdad que no puede reconocer otras sanas dependencias que la siempre disminuyente de los minorennes para con quienes los trajeron a este mundo.

Entonces, aquella madre otrora absolutamente indispensable para su criatura habrá de reconocer en quien lo fue de ella a otro ser humano adulto, y saber que mejor madre habrá sido cuanto menos éste pueda necesitar alguna vez de ella.

Es heroica y gloriosa, es cierto, la misión materna de traer hijos a este mundo; pero lo es más la de impulsarlos al reino de la libertad y del amor, en el que ellos llegarán a ser verdaderamente humanos.

No cabe duda de que, a pesar del espontáneo impulso femenino a realizar esta misión, ella no se logrará sino por la decisión libre y abnegada de asumirla.

Como reconocimiento agradecido, como invitación y como algo que yo mismo quise decirme, deseoso de crecer en mi en algún modo vivirlo, quise escribir esta nota, para enviarla con cariño a algunas madres que conozco.

FxsI

Cerro de la Campana, Hermosillo, Son.
10 de mayo del 2002


Nota: Artículo extraído del blog "Escritos que hoy quiero compartir", fechado al 13 de Mayo del 2005.

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