El precio de los hombres

Hace tiempo que no pongo aquí ningún escrito. Buscando, hoy, casi por casualidad fui a dar a éste. No es tan antiguo, y ciertamente está inconcluso, y aun quizá sin revisar. Anticipando mi petición de indulgencia a mis dos o tres lectores, lo pongo ahora, antes de que mi conexión se cierre por mucho tiempo abierta, en espera de un rato más libre, para poder algo más acabado.

Pues esto, tristemente, no se acaba, ni tiene para cuándo...



El precio de los hombres

Félix Palencia, sI


El comercio se da sólo entre nosotros. Dios es absolutamente gratis, y los animales, como los infantes, nada entienden de compra ni de venta, como tampoco las plantas, el aire, el fuego, la luna, el mar o las estrellas. Por lo tanto, nada saben ellos de los precios.

Nosotros sí, y ¡vaya que sabemos! A la mayoría no nos toca establecerlos. Si acaso, regatearlos... y, finalmente, pagarlos.

De niño, compraba plantas en el mercado de Escandón: al herbolario, sólo las que me encargaba mi mamá; al que ponía las macetitas en la banqueta sobre una hoja de periódico, las que a mí me gustaban. Aunque, si soy sincero, más me gustaban las que mi tía me regalaba: quizá precisamente por esto último.

Me espanté desde primaria al saber un día que hubo un tiempo en que a los negros los vendían, y di gracias a Dios de que eso no pasaba en México. Me acuerdo todavía de la imagen de un negrito encadenado. No la conservo en el papel, sólo en la memoria, y como no sé dibujar, pido me excusen el que no la ponga. Aunque, si hallo otra en el desorden de mi disco duro, voy a ponerla aquí, para que se impresionen como me impresionaba yo de niño.

Más me impresionó un amigo de Chihuahua, residente en San Ysidro: Va ya para veinte años, lo vi, regresado él apenas de un paseo, debe haber sido a Nevada. Describía bosques hermosos, con botes de basura y bebederos, para placer, salud y educación de los paseantes. Pero la amistad le dio para confiarme su indignación y su tristeza: ¡Alquilaban caballos..!

No veía yo por qué indignarse, pues, a fin de cuentas, el paseante los usaba una o dos horas, pero el dueño habría de darles de comer, y de él eran la silla, los aperos y las riendas. Para mi amigo, sin embargo, el problema estaba en que la dignidad del caballo era ofendida... Admiré su sabiduría, y estimé más a mi amigo. Y me entristeció que, siendo flor de asfalto (más verídicamente, de terracería), no hubiera yo mamado esa sapiencia campirana.

Ya para entonces me preguntaba yo acerca del mercado de los hombres...



La prostitución no me había nunca convencido: de adolescente, porque era contra la castidad, que nos manda el sexto mandamiento. Más tarde, porque era compraventa de personas.., disfrazada de compraventa de servicios. Pero nunca imaginé en mi primera juventud que el mercado de personas se extendiera más allá de las llamadas zonas de tolerancia o zonas rojas. ¡Cree uno que ya lo sabe todo, y el mundo nos revela nuevas sorpresas cada día!

Un día, hace tiempo, me puse a hacer las cuentas... Hoy quiero recordarlas.., o rehacerlas: Más que a la memoria, es a la inteligencia a la que suelo pedirle que me auxilie:



He oído decir que en el mundo andamos por los seis mil o siete mil millones. Y no tengo idea de cuántos sean niños o viejitos, o estén tal vez enfermos. Me imagino que los sanos y fuertes seremos cerca de tres mil, por hipótesis, más o menos mitad mujeres y mitad varones. Y supongo que a los otros tres mil millones nosotros les pagamos la comida.

Imagino también (ya los que saben podrán hacer cuentas precisas) que los sanos podemos trabajar unos cincuenta años, y, como me gusta descansar, quiero imaginar, sabiendo que peco de optimismo, que, quitadas vacaciones, gripas y domingos, trabajamos en promedio ocho horas diarias: Era la sabiduría de las hermanas de mi abuela: "ocho horas de trabajo, ocho de sueño y ocho para todo lo demás".

Ahora sí vienen las cuentas, que para algo saqué en segundo de secundaria primer premio en Matemáticas:

Y, primero, las del tiempo:

50 años de 50 semanas dan en total 2500 semanas de trabajo; y seis días de ocho horas dan un total de 48 horas. Por que las cuentas no se me compliquen, y por respeto a la OIT y a las conquistas laborales, prefiero poner en mi optimismo semanas de sólo 40 horas.

Así resulta fácil: ¡porque 2500 por 40 da exactamente 100 mil horas de trabajo!

No se me olvidan las mujeres, y temo me estorben en mis cuentas: Aunque las saben hacer de maravilla, y aunque haya quien diga que mejores que para las cuentas son para los cuentos, ciertamente conozco a muchas que saben estirar el dinero mucho mejor que nosotros, los varones.

Pero de todos modos hay problemas: muchas de ellas ya 'trabajan'; pero la mayoría siguen haciéndolo gratis, igualito que como trabaja Dios... No haciendo el cuento largo (que no soy bueno en hacer cuentos), ¡yo nunca he pagado mi gestación, ni los litros de leche que mamé del pecho de mi madre!

Que me perdonen, pues, sexo fuerte y sexo débil, que, en abstracción genérica, haré mis cuentas simplemente considerando al ser humano, varón o mujer, llamado en forma breve 'hombre'.

Total: que, en promedio, un hombre trabaja en su vida 100 mil horas, y a lo largo de su vida da de comer a otro ser humano, niño, enfermo o anciano, de él económicamente dependiente.

Lo cual me da ya base firme para llegar a conclusiones en mis cuentas (¿o mis cuentos?).



Cuando voy a la tienda de la esquina, suelo preguntar a quien la atienda '¿a cómo tiene el queso, doña Mary?', o al que me ofrece frente al Banco las pitahayas le pregunto: '¿a cómo las das?'. Lo que quiero saber es, en realidad, cuánto valen o cuánto cuestan el queso o las pitahayas.

Ya me han dicho que yo no entiendo las leyes del mercado: ¡Será porque, casi no aceptando ni las leyes que Dios da, mucho menos me complace aceptar que don Mercado me dé leyes! Pero alguna vez alguien me dijo que una cosa es lo que las cosas valen y otra lo que cuestan, y que hay mucha diferencia entre el precio y el valor:

'Precio', me dijeron, es el dinero que hay que dar para que alguien me dé algo; 'costo', lo que costó conseguir eso que me dan, y 'valor' lo que de veras esa cosa vale.

Y me la complicaron un poquito más: Porque, me dijeron, las cosas valen de dos modos diferentes: Uno, porque me sirven para algo, como el aire, el agua, la comida, un lápiz y un cuaderno o una pala... Y el otro, porque, aunque no encuentre para qué me sirvan, sí me sirven para cambiarlas por otras cosas que me sirvan.

De lo primero puse ya varios ejemplos. De lo segundo, parece que el mejor ejemplo es el dinero, que sirve para comprar algo, si es que hay alguien que lo venda, y si no, apenas sí sirve para casi nada: las monedas, para hacer ruedas de carritos o para jugar Damas con ellas; los billetes, a veces, para encender una fogata, y el "dinero de plástico", creo que sólo en un libro, para señalar la página en que voy en mi lectura.



Por ponerme a pensar, me estoy metiendo en líos. Porque, por ejemplo, el agua sí me sirve; pero poco a poco, para que no me ahogue; y mucho mejor si sale por la llave de mi casa (ya les dije que me crié en ciudad); y lo mismo el gas, si sale por la llave de la estufa.

En Chihuahua, el petróleo me servía: pero no el que dicen que está escondido en los adentros de la tierra, sino por el que hacía cola en la petrolería; como que gracias a él resistí varios inviernos.

El otro, el de los pozos, no me sirve para nada, como ni los relámpagos del cielo..; a no ser, éstos sí, para gozar de su espectáculo. Y, pensándolo bien (y para vergüenza mía), tampoco me sirven las manzanas cuando están colgadas en el árbol, ni la carne de las vacas cuando anda todavía dentro de su piel y en cuatro patas. Así que, para mí, no valen más que las estrellas para el Negociante de Saint-Exupèry en El Principito, aunque él dijera que eran suyas y le servían para contarlas.

Hace mucho, no sé por qué, no quisieron publicarme un artículo en el diario de Ciudad Nezahualcóyotl: Acababan de subir los pasajes, y yo decía que me daba mucho gusto, porque pensaba que le iban a dar más a un amigo mío que manejaba uno de ellos, a veces desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche...

Y no sólo a él, desde luego: también a los mineros que sacan el hierro de lo hondo de la tierra, y a todos los que hacen el camión, que debe de costar mucho trabajo, a juzgar por el que me cuesta a mí cambiarle el aceite a mi Volkswagen.

Porque yo no entendía, como no entiendo todavía, que pudieran haber subido de precio los metales que Dios escondió en algunas montañas de la tierra, ni el petróleo con que llenó algunas de sus cavernas interiores.

Sigo pensando que la diferencia entre la nieve de las montañas y la que me ofrecen mis amigas en su casa no es otra que el haberle echado un poco de vainilla y haberla traído a casa de ella. Y me parece bien que a quien haya hecho todo eso le alcance lo que le pagan para comerse un barquillo siquiera o para pagar el pasaje del camión para ir por ella.



Platico todo esto porque creo que tiene que ver con el precio de las cosas.

Voy entendiendo por qué las cosas tienen precio: ¡porque cuesta trabajo conseguirlas, y el precio y el dinero no son sino la manera de cambiar unas por otras!:

No siempre un pescador puede comerse todo lo que pesca, ni puede vivir sólo de pescado: Para los taquitos hacen falta las tortillas, y para ellas, el maíz; y está difícil que el mismo que pesca siembre maíz y haga tortillas, o que el Gobernador o el Presidente cuiden pollos u ordeñen vacas, por más que uno y otro sepan hacer cada uno lo suyo.

Acepto, por tanto, que las cosas tengan precios, y que no sean iguales todos estos: Me imagino que cuesta más trabajo hacer un avión o manejarlo, que poner a cocer los frijoles y hacerlos refreír (aunque, para mí, los frijoles refritos me gustan y me sirven más que los aviones).

Hay algo, sin embargo, que yo no acabo de entender: que el trabajo humano tenga también precios diferentes: ¡No lo creería, si no lo hubiera visto en la tabulación de los salarios mínimos, o si no lo viera en las casas, la ropa y las despensas de los pobres y los ricos!

¿Por qué vale más el trabajo de unos que el de otros?

Para mí, el más útil de todos es el de campesinos, vaqueros y pescadores, que son los que hacen la comida; y, por lo general, no veo que sean los que ganan más dinero.

Ni tampoco es que yo creo que deban serlo: También, en algún sentido, me alimentan Saramago o García Márquez, y me siguen alimentando Grieg y Silvio Rodríguez.

Lo que me imagino es que ninguno de ellos, como tampoco el Gobernador o el Presidente, necesitan comer más que un campesino (por desgracia, no puedo citar a ninguno por su nombre), o Cuco (¡ése sí, mi buen amigo!), peón del maestro José, albañil que me sacó de tanto apuro.

Y, antes de que se me pierda, vuelvo al papelito en que hice las cuentas anteriores: y expreso elegantemente lo que hallo: La capacidad laboral promedio del ser humano es de cien mil horas en su vida.

De modo que a un político (que no lo será de por vida, por supuesto) le pagan fácilmente 500 pesos por hora de trabajo, y a un ayudante de albañil aproximadamente, si le va bien, unos 10 pesos. Y la vida laboral toda del primero está valuada en 50 millones, que es lo que me da 500 por 100 mil, y la del otro tan sólo en un millón, que me resulta de multiplicar 100 mil por 10.

Y no me meto ya en los números de los grandes empresarios, porque creo que son supersecretos. Pero sí me imagino que algunos (como Billy Gates) dejan en ridículo a mi diputado, a cuyos 500 pesos habría que añadirles varios ceros, y, desde luego, ponerlos en inglés y no pensar en pesos sino en dólares.

Yo, la verdad, no estoy de acuerdo en esto. No dudo que así sea, pero no creo que deba ser, ni mucho menos que así tenga que ser. Ni creo tampoco que a todos los pobres les guste mucho que así sea.

Si, por ejemplo, yo siembro tomate y lo cultivo, no veo por qué, no más porque no me lo puedo comer todo al momento, ni puedo refrigerarlo o enlatarlo, no me quede otra que venderlo, para, cuando lo necesite, tener que ir a comprarlo. Pero, sobre todo, si la tierra no es mía, no estoy de acuerdo en que me paguen para sembrarlo y cosecharlo, y luego tenga yo que pagar para comprarlo.

Entiendo que yo no puedo hacerlo todo, y no tengo nada en contra de que reciba yo un dinero que me simbolice mi trabajo o mi tomate, para que pueda yo cambiarlo por otras cosas que puedan ofrecérseme.

Pero en lo que no estoy de acuerdo es en que no fije yo los precios.., o, no sé qué es lo que pase, pero el caso es que cada vez estoy más pobre y cada vez veo que mi patrón está más rico.

Me dicen que es porque casi cada sábado me echo mis caguamas; pero, el otro día, que era temprano y me dio flojera ir al expendio, vi que también el patrón compraba tragos, nada más que de unos que vienen en una botella con cajita, y que, con lo que cada botella le costaba, me bastaba a mí para las caguamas de tres meses...

Un día alguien me explicó que los precios y salarios no los decidía nadie, sino que quien mandaba era el Mercado. Y me explicó que la cosa era muy sencilla: Si hay mucho que está en venta y hay muy pocos que compren, los precios se derrumban; y si hay muy poco en venta y muchos que quieran comprarlo, los precios se trepan a las nubes, por no decir que a las estrellas.

Me dijeron que eran las leyes del Mercado, y como no quería yo aceptar que me mandara ese señor, me explicaron que no eran leyes que mandaban, sino simplemente leyes que explican que las cosas así son.

Y no faltó el ejemplo: como la de la gravedad, que inventó un Newton, que no es que mande cómo se caigan las cosas, sino que nos hace saber cómo se caen, o la de no sé quien, que dice que el agua hierve al calentarse, pero no porque ella le mande al agua y el agua le obedezca.



Por un rato me tranquilicé y me conformé. Pero lo malo es que seguí pensando:

Yo estoy de acuerdo en que hay leyes que hizo Dios, como la de que las cosas se caigan o la de que hierva el agua; pero no creo que él haya hecho las leyes del mercado, en primera, porque él no hizo el mercado.

No sé yo cuándo haya empezado el mercado, el que las cosas y el trabajo se compren y se vendan; pero para mí alguien lo inventó, que no fue Dios.

Y no es porque lea mucho la Biblia, ni porque rece mucho ni me preocupen mucho las cosas religiosas. Sino, simplemente, porque, si hay Dios, ha de ser bueno, y esas leyes del mercado no son buenas.



La verdad es que desde que nací el mundo ya estaba dividido, no sólo entre países, sino, lo que es peor, entre los pobre y los ricos: en mi misma ciudad era muy claro: unos viajábamos en camión, y otros viajaban siempre en carro; unos compraban ropa a cada rato, y otros usábamos la que los primos más grandes nos pasaban, o la que mi mamá misma nos hacía.

Y había otros niños, los de la vecindad de muy cerca de la casa, que seguro no tenían primos o no tenían mamá, porque los grandes sí traían calzón, pero no traían camiseta, y los chiquitos, al revés: usaban camiseta, pero no traían calzones. Y andaban todos descalzos, por supuesto.

En Historia aprendí que los romanos ya usaban las monedas, y hasta vi unas, no de los romanos, pero si de cuando era presidente don Porfirio... ¡Quiere decir que eso del dinero y del mercado debe ser ya cosa muy antigua!

También aprendí desde niño que el que manda es siempre el dueño del balón: él es el que dice cómo se hacen los equipos, el que da los pasos para medir las porterías y el que dice si fue de veras gol o si fue pénalti y el que decide que ya se acabó el juego. Y, a fin de cuentas, el equipo de él es el que gana siempre el juego.

Y yo veo que en eso del mercado, no tanto manda él, sino su dueño:



Porque yo no sé quién inventó el juego. Pero el hecho es que el juego se juega a doble cancha: una, en la que agarra uno dinero; y la otra, en la que uno lo entrega.

Siempre se enfrentan en el juego dos equipos: el equipo de los dueños, y el otro equipo: el de los que no son dueños.

El juego no se juega con balón, sino que se juega con dinero; y la cancha de divide en dos, como en muchos otros juegos: del trabajo y la de las tiendas.

En la del trabajo, le dan dinero a uno, según lo que trabaje; y en la de la tienda, uno da el dinero, según lo que compre.

Para agarrar dinero, todos pueden trabajar: los dueños y los que no lo son, y al dinero que por su trabajo agarra uno, se le llama 'salario'. Y en la tienda, todos pueden comprar, y al dinero que paga uno por sus compras, se le dice 'precio'.

Pero los dueños, además, también pueden agarrar dinero en cualquiera de las dos canchas: en el trabajo y en la tienda. A ese dinero lo llaman la 'ganancia', y, al final del juego, el equipo que tiene la ganancia es el que lo gana.

Cuánto sea el salario y cuáles sean los precios, es lo que dicen que lo decide don Mercado: si muchos quieren trabajar, bajan los salarios; si muchos quieren comprar, suben los precios.

El problema está en que todos tienen que trabajar, menos los dueños; porque, si no, ¿de dónde agarran el dinero? Y, además, todos tienen que comprar, porque, si no, con qué se visten y qué comen?

De manera que los salarios siempre bajan y los precios siempre suben...

Para que esto no se note, hay dos caminos: uno, muy sencillo, es haciendo más dinero: Con eso, pueden decirle a uno que se aumentan los salarios, y que, como las cosas salen más caras, pues... ¡los precios también se aumentan! Con lo que viene a ser lo mismo. Y el otro, se le quitan ceros a todo, como lo hizo Salinas de Gortari, con lo que todo parece que baja por parejo, precios y salarios, y la cosa sigue exactamente igual.

Hay otro cuento que dice que todos los que juegan el juego están de acuerdo con las reglas; y que, al que no le gusten, basta con que no lo juegue.

Pero, ¿qué le queda a uno? ¡Ni modo que yo trabaje sólo para mí, y haga yo solo todo lo que necesite! Y, ¿qué me queda..? ¡Pues aceptar el salario que me ofrezcan, y pagar el precio que me pidan..! A no ser que yo sea el dueño; porque, entonces, si aumentan los precios, aumenta mi ganancia, y si bajan los salarios, también aumenta mi ganancia.



Pero no sé si esto está muy complicado... Vamos a jugarlo más: uno solo en cada lado. Yo soy el dueño y tú eres el no dueño. Si quieres trabajar, ponte a hacerlo, y yo te pago lo que quiera; y si no quieres, pues no trabajes, y te quedas sin dinero. Y, si quieres comprar, te vendo lo que quieras; pero al precio que yo quiera: si no quieres, no lo compres; pero, entonces, ¡a ver qué es lo que comes!

El secreto está en que lo mismo que tú haces trabajando es lo que yo te vendo; pero te lo vendo más caro que lo que te pague por tu trabajo. Si no, ¿de dónde sacaba mi ganancia..?

¿Qué pasó..?: ¿Te gusta el juego..? Pues, si no, ¡ni modo! Porque el dueño no eres tú, sino soy yo: el dueño del balón y de la cancha, y el que hace las reglas del juego... ¡Ah!: Y soy también el árbitro, además...

Y se me olvidaba: Por si no te habías dado cuenta, fíjate que yo soy el campeón en este juego y el que gana siempre los trofeos...



Después de haber visto esto, y, la verdad, ya un poco cansado de pensar, me acosté un rato a descansar, y me quedé dormido. Ni me acordé de cenar, y, no sé si fuera por el hambre o por seguir pensando en lo del juego, pero de que me acuerdo es de que se me antojaba mucho ser el dueño...



Estaba yo dormido, vestido, cuando casi me tumba la puerta de la casa mi compadre. No había amanecido todavía, y venía a invitarme a que lo acompañara: ¡En una rifa se había sacado un viaje, y no quería irse solo..! Era todo pagado, y para dos personas.

Eché dos o tres cosas en mi mochila, y me trepé en el burro que para mí guiaba, desde su caballo, mi compadre. Fue rápida la revisión del aeropuerto, y, llegado apenas a mi asiento, pronto me quedé dormido.

Soñaba que iba entre nubes, y que, abajo, se veía chiquito el mundo. Desde niño, lo había visto en los mapas, pintado de colores: México era amarillo y Estados Unidos era rosa; pero por más que quería saber por dónde andábamos, nunca pude distinguirlo...

No me había dado cuenta, pero el avión tenía en el piso un agujerito que daba para abajo, como el de la llave en una puerta antigua. Y quise ver qué se veía:

Quería ver la doble cancha del partido, para ver qué mitad era más grande: si la tienda o el trabajo; pero tampoco pude distinguirlas. Ni menos cuando el avión se metió en el mar, y no miré casi nada: sólo de vez en cuando un pescadote grande, y el corredero (no sé si se diga el 'nadadero') de todos los chiquitos, para que el grande no se los comiera.

Avisaron que ya habíamos llegado, que estábamos en Jauja; y que esperáramos a que abrieran la puerta. Me dio miedo que agua se metiera, y salimos caminando en una como playa, pero dentro del agua, que nos servía como de aire para los pulmones.

Llegamos a la ciudad, y toda estaba hecha de oro. Y toda la gente andaba con corbata y bien vestida. Yo quería ver a los pobres, y, por más que me asomé, no vi a ninguno.

Le pregunté por ellos a una niña, y me dijo que qué era eso de 'pobres'. Y yo le dije que los que tenían menos que otros. Y me dijo que no sabía si ella era pobre o rica, porque todos tenían allí muchísimo dinero, pero que no sabía ni para qué servía.

Le expliqué el juego del mercado, y me dijo que no sabía jugarlo, y que ni quería aprenderlo, porque no le parecía muy divertido.

Me dijo luego que para ella su diversión era el trabajo, y que todos se divertían igual que ella; y que, cuando necesitaba algo, le bastaba ir a agarrarlo a la 'procura' (que así le dicen a donde todos ponen todo lo que hacen trabajando y donde agarran todos lo que van necesitando.

Me dio un poco de frío, y quise ponerme la chamarra. Pero, al querer irla a buscar a mi ropero, vi que en esta página no había más que un montón de enes, y tuve que borrarlas para poder ponerme a escribir esto que sigue...



No me acuerdo ya bien en qué iba en lo que estaba yo escribiendo; pero sí que eran los ricos los que ganaban siempre el juego. Y me puse a pensar cómo le habrían hecho para hacerse ricos.

Si ya eran un poquito ricos, la cosa estaba fácil; porque quiere decir que ya también algunos eran un poquito pobres. Y, ya empezado, no es difícil:

Si yo tengo una garrocha larga con un gancho, y el otro no la tiene, le puedo decir que trabaje para mí bajándome la fruta, y que yo le pago si lo hace. Y basta que le dé un papel firmado y con un número, y que yo me quede con la fruta.

Si luego tiene sed y quiere, por ejemplo, una naranja, le digo que no se la regalo; pero que, si quiere, se la vendo, y le puedo decir cuánto le cuesta.

Si, por ejemplo, el bajó para mí cien naranjas, en el papel le pongo yo '50 N', y le digo que ese es su sueldo por bajarlas. Y cuando me pida unas naranjas, le digo que sí: que cada una le cuesta 5 N. Y así, de las cien que él me dio, no le devuelvo más que diez, y las otras noventa me quedan de 'ganancia'.

Y si quiere más, pues le presto la garrocha para que me baje las que quiera, y ya con eso puede tener 'enes' para seguirme comprando mis naranjas.

Todo el secreto está en haber agarrado primero la garrocha, o en que a mí se me haya ocurrido antes que al otro que con ella se podían bajar muchas naranjas sin necesidad de treparse al árbol y espinarse.

Y, si hay por allí muchas garrochas, lo que tengo que hacer es ir a la Oficina de Patentes, para que no más yo pueda usarlas, y para que si algún otro las usa, lo lleven al Ministerio Público y lo metan en la cárcel.

Y si sale de la cárcel y no aprende, y sigue usando las garrochas, pues, ¡muy fácil!: no más lo mato a garrochazos, ¡y se acabó el problema!

. . . . . . . .

Andando en este enredo, me topé con un librito, que no sé de quién era: de alguien que parece lo leyó, y marcó con amarillo algunas frases. Las leí en un rato de ocio, y, con perdón de ustedes, voy a copiar algunas de ellas, porque me pusieron a pensar un poco y creo que empiezo a dejar de hacerme bolas.

Suponiendo que algunos trabajos realizados por el hombre pueden tener un valor objetivo más o menos grande, sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide sobre todo con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza (pg. 24).

El trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido 'se hace más hombre' (pg. 35).

[...] se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del "trabajo" frente al "capital". Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción, respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras el "capital", siendo el conjunto de los medios de producción, es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica del hombre. (pg. )

La prioridad del trabajo humano sobre lo que, en el transcurso del tiempo, se ha solido llamar el capital: En efecto, si en el ámbito de este último concepto entran, además de los recursos de la naturaleza puestos a la disposición del hombre, también el conjunto de medios con los cuales el hombre se apropia de ellos, transformándolos según sus necesidades (y de este modo, en algún sentido 'humanizándolos'), entonces se debe constatar aquí que el conjunto de medios es fruto del patrimonio histórico del trabajo humano. Todos los medios de producción, desde los más primitivos hasta los ultramodernos, han sido elaborados gradualmente por el hombre: por la experiencia y la inteligencia del hombre. De este modo han surgido no sólo los instrumentos más sencillos que sirven para el cultivo de la tierra, sino también –con un progreso adecuado de la ciencia y de la técnica– los más modernos y complejos: las máquinas, las fábricas, los laboratorios y las computadoras. Así, todo lo que sirve al trabajo, todo lo que constituye –en el estado actual de la técnica– su 'instrumento' cada vez más perfeccionado, es fruto del trabajo. pg. 45-46)

Los bienes de producción no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ni siquiera ser poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión –y esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad pública o colectiva– es que sirvan al trabajo; consiguientemente que, sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden [el de la propiedad], que es el destino universal de los bienes y el derecho de uso común (pg. 54)

Si es verdad que el capital, al igual que el conjunto de los medios de producción, constituye a su vez el producto del trabajo de generaciones, entonces no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente gracias al trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo conjunto de medios de producción, que aparecen como un gran lugar de trabajo en el que, día a día, pone su empeño la presente generación de trabajadores (pg. 56).

No existe en el contexto actual otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones trabajador-empresario que el constituido precisamente por la remuneración del trabajo. [...] ...la justicia de un sistema socio-económico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer principio de todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común de los bienes. [...] ...el salario, es decir, la remuneración del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción. Los unos y los otros se hacen accesibles al hombre del trabajo gracias al salario que recibe como remuneración por su trabajo. (pg. 73-74).


El librito dice 'Encíclica', cosa que no sé con qué se coma; y tiene fecha del 14 de septiembre de 1981. Parece que lo escribió un señor, que se murió hace poco, muy viejito. Pero cuando lo escribió, él no estaba tan viejito, porque fue hace casi ya 25 años.

Pero parece que nadie lo leyó, o, por lo menos, que nadie le hizo caso. ¿Será que todos pensaban que ese señor estaba tonto?, ¿o a la mejor juzgaron que era comunista, de esos que se dice que quieren acabar con Dios?

No entiendo. A la mejor soy yo el que de veras es un tonto...


Nota: Artículo extraído del blog "Escritos que hoy quiero compartir", fechado al 23 de Noviembre del 2005.

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