Félix Palencia - El jesuita de los converse rojos

El jesuita de los converse rojos.


Recuerdo que a Félix Palencia le dije siendo novicio: “Le agradezco al Bigos que me haya presentado a la Compañía y a ti te agradezco que me hayas presentado a Jesús”. Por eso les pedí a ambos que en la ordenación me pusieran la casulla.

La muerte de Félix me agarró de sorpresa. Hace pocas semanas hablada con él, marqué a casa de su ‘carnala’ (Magdalena) para darles el pésame por José Ignacio. Nunca dijo que se sintiera mal de salud.

A Félix lo conocí cuando, en el noviciado, me mandaron de experiencias de hospitales a la Cruz Roja de la Ciudad de México y me quedé, durante dos meses, en la comunidad de Legaria donde él vivía. Juntos fuimos a las marchas que se hicieron en solidaridad por Acteal (a finales de 1997), recorrimos el templo de San Francisco Xavier de Tepotzotlán y con él fui a conocer las pirámides de Teotihuacán.

A través de Félix aprendí mucho de la historia de la Compañía de Jesús y por él aprendí a amarla más. Recuerdo que me platicó la primera vez que visitó Santa Rosalía, en Baja California Sur. Bajando del camión le preguntó a una niña que vendía dulces: “Oye, ¿hay algo aquí que hayan construido los jesuitas?”. La niña se le quedó mirando con extrañeza y le respondió: “Aquí todo lo construyeron los jesuitas”.

Félix tenía la inteligencia del genio. Si le ponías un reloj descompuesto podría desarmarlo, repararlo y agregarle algunas mejoras, incluso rediseñarlo. Superdotado con la mente y hábil con las manos, fue plomero, albañil y electricista. Haciendo labores de fontanería en la comunidad de Parras, Coah., queriendo abrir un boquete, se encontró con que la pared medía más de un metro de ancho, buscó otra salida, pero a ese agujero le puso luz y un vidrio, para que las visitas vieran la calidad de construcción que hacían los antiguos misioneros.

Era capaz de almacenar gran cantidad de datos y relacionarlos, cualquier problema o teoría compleja la analizaba y la desmenuzaba de tal manera que en pocas y sencillas palabras te hacía un resumen y todo quedaba claro. Era como esos jesuitas matemáticos que llegaban a China tanto para calcular eclipses como para adaptar ritos malabares o traducir libros de lenguas arcaicas. Así tomó textos bíblicos y, de los originales en griego, los pasó al español que usamos en México e hizo una Biblia para leerla en las primeras computadoras. Igual hizo con el libro sobre la vida de Jesús, del caricaturista José Luis Cortés, titulado ‘Un Señor como Dios manda’, que adecuó al habla de los presos y rebautizó como ‘Un Cabrón a toda madre’. Alguna vez, el P. Ignacio Iglesias, SJ. (1925-2009), gran conocedor de nuestra espiritualidad, alto bonete en España y en la Curia General, Asistente de Arrupe en su momento, se dio a la tarea de buscar en el Catálogo de la Provincia Mexicana a ese tal Félix que publicó un manualito de Ejercicios Espirituales de San Ignacio, para felicitarlo por su transcripción a lenguaje contemporáneo.

Félix tenía un corazón grande, inmenso. Lo acompañé tanto en las Islas Marías como en cárceles de Hermosillo a visitar a los ahí cautivos. Uno entraba y pronto empezaban los saludos: “¡Ésele, Félix!”. Llegaba y se sentaba donde estaban los internos, comía con ellos y pasaba largas horas escuchándolos. Recuerdo que en las Islas fuimos a la zona de castigo, conocida como ‘La borracha’, y uno de los ahí recluidos pidió a Félix contara algo de Dios. Empezó a platicar la parábola del Hijo Pródigo, pero en eso Raulillo, un compa de Sinaloa lleno de tatuajes, dijo: “¡Pérese, Padre, esa historia yo me la sé!”. Y comenzó a narrarnos, con dichos y brincos, cómo aquel Hijo se fue de parranda y terminó dándole de comer a los cochis.

Félix tuvo gran capacidad de empatía y profunda sabiduría para acompañar a quienes llegábamos en crisis. Más de alguna vez llegué con el corazón roto o con la vocación hecha pedazos y Félix, con la paciencia y pericia del relojero, me ayudó a rearmar el rompecabezas. Siempre fue un hermano muy humano, un gran amigo. Sus consejos me ayudaron a releer mi historia. Félix creyó en mí. Me ayudó a creer en mi vocación. Me ayudó a creérmela. Me sostuvo en las tormentas, me dio alas y me impulsó para que volara.

Para mí, Félix fue como Alfredo en la película de Cinema Paradiso. Así como Alfredo instruye a Salvatore (Totó) en el gusto por el cine, así Félix me formó en el amor a la Compañía y en acercarme con confianza a la persona de Jesús. También, por así decirlo, me puso frente al Misterio, frente a la contemplación del Amor de Dios, ahí donde uno no sólo es el que contempla sino que uno es el contemplado, donde, en el silencio, se escucha decir a Papá: “Te quiero mucho, hijo mío; y estoy orgulloso de ser tu padre”.

Félix fue un gran compañero de Jesús. Como cada jesuita tenía sus peculiaridades. Era tan libre que a algunos les daba miedo. Conviviendo en la cárcel con tanta gente tatuada, decidió hacerse dos tatuajes, algo de lo que no se arrepintiera nunca, así que en el brazo izquierdo traía un 'IHS' y en el derecho la fecha de cuando hizo votos en la Compañía. Era ingenioso, alivianado, alburero y provocador al modo socrático. Mi hermano, el Güero Bárcenas, en mi ordenación, adivinó quién era Félix pues de todos los sacerdotes ahí presentes, era el único que llevaba converse rojos.

Félix coleccionaba curiosidades, revisando sus escritos me encuentro con algo que le llamó la atención en Jalapa. Ahí se encontró el epitafio de un cura (F. Alonso, 1938) que transcribió del latín y tradujo. Ahora yo lo adapto y se lo aplico a él pues resume bien su vida sacerdotal: Aquí se guarda a Félix, digno del nombre de pastor, pues apacentó amorosamente a las ovejas de Hermosillo, Parras, Chihuahua, Tijuana e Islas Marías. Se resistió a observar leyes injustas, y a los enemigos rebeldes los venció, no con una espada, sino con el amor a Dios. Jesús fue para él su único tesoro, su único antojo, y, por él, le fue dulce vivir y le fue dulce morir.

Extrañaré las largas horas de conversación que teníamos, mientras fumaba sus delicados sin filtro. Extrañaré sus emails, siempre firmados con la frase: "Sé en quién tengo puesta mi confianza".

Mayo, SJ.

Pd. Comparto la Oración de San Ignacio con los cambios que le hizo Félix.

Te entrego, Papá,
toda mi libertad, mi corazón y mi persona;
mis capacidades todas,
y todas mis cosas.
Todo ello tú me lo diste,
y yo te lo devuelvo todo.
Todo es tuyo:
dispón tú de ello como quieras.
Dame que tú y yo nos amemos y queramos,
pues todo lo demás me tiene sin cuidado.







Nota: Artículo extraído del blog "Mayo todo el año", fechado al 24 de Julio del 2015.

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